Se publican en castellano los textos que Michel Foucault escribió entre 1974
y 1982, en los que dejó plasmado su modo microfísico de pensar el cine.
Michel Foucault no pensó el cine, quizá nunca le interesó; es más, hasta le
incomodó reflexionar sobre su materia. Es extraño que uno de los mayores
filósofos del siglo XX no haya pensado sobre un arte de su siglo. Pocos
filósofos más hijos de su tiempo y que más esfuerzos hicieron por alejarse de
las categorías del siglo XIX que Foucault. ¿Por qué el desencuentro? Gilles
Deleuze dedicó dos tomos descomunales a reflexionar sobre la imagen
cinematográfica, Slavoj Zizek hizo del cine su juguete de reflexión pop para
llegar a exponer su pulsión lacaniana y su hegelo-marxismo desmadrado
contemporáneo, Jacques Rancière vio en el espectador emancipado un elemento
clave de la realidad a ser pensado. ¿Por qué no Foucault?
Es motivo de interrogación en varios analistas de la obra foucaulteana esa
ausencia: el filósofo francés escribió sobre pintura y literatura profusamente.
No sobre cine. Pero no hay que ser tajante: los espacios vacíos y las redes de
intersticios son clave en Foucault, que es el topo filosófico; se escabulle y
deja todo a la vista desde la sombra y la oscuridad. Su obra no es más que el
intento logrado de mostrarnos las costuras, las luchas específicas y los
conflictos de origen que nos permiten dar cuenta de que la verdad es sólo un
efecto del poder. Si la verdad no existe y sólo vemos sus resonancias, sus
construcciones deliberadas, entonces, el cine es un receptáculo magnífico para
situar allí lo que Foucault no dudó en intentar rehuir y, sin embargo, acabó
cayendo en la sala de cine.
Foucault sí pensó el cine, a su modo: microfísico, en diagonal, sin suturas,
conclusiones ni grandilocuencias. En el libro de los profesores Dork Zabunyan y
Patrice Maniglier, titulado de modo lacónico Foucault va al cine (Nueva Visión),
tenemos ese intento de evidenciar el proyecto: dos ensayos de los citados
autores y luego una recopilación inédita y por vez primera traducida de sus Dits
et Ecrits, donde aparece la idea foucaulteana sobre el cine. ¿Qué escribió
Foucault? Sólo fueron diez textos breves, o brevísimos, entre 1974 y 1982. Dos
de ellos fueron escritos de su puño y letra, ambos publicados en Le Monde: un
artículo del 16 de octubre de 1975 titulado “Hacerse los locos”, y otro llamado
“Las mañanas grises de la tolerancia” (23 de marzo, 1977). Pero lo que allí dice
no es muy relevante, algo de Pasolini y poco más. El resto de los textos son
entrevistas, y aquí está lo sustancial, a saber: una fundamental realizada por
Cahiers du cinéma (con Pascal Bonitzer, Serge Daney y Serge Toubiana), otra con
Helene Cixous, una con Gerard Dupont, otra con René Féret, con P. Kané, con G.
Gauthier, con B. Sobel, y, al final, un pequeño diálogo (solicitado por el
propio filósofo) con el director alemán Werner Schroeter (de 1982).
Los textos aparentemente menores e intrascendentes suelen ser los centrales
para desgranar o aclarar ideas nodales de la filosofía foucaulteana, máxime si
son entrevistas o intervenciones periodísticas, un territorio donde el filósofo
siempre se sintió a gusto, interpelando al presente (algo que ocurre con otras
cuestiones clave: el poder o la sexualidad, por caso). Ahora bien, el cine, para
Foucault, en principio es un modo de pensar la historia “molecular”, quizá el
medio ideal. La idea de la historia de Foucault, completamente antimarxista y
antihegeliana, va de suyo con el cine como medio de presentación. Foucault no
cree en la libertad como una idea de completa autodeterminación de los humanos,
ni en la eficacia de las grandes estructuras institucionales (el Estado). Vale
decir, la fibra libertaria de Foucault tiene en el cine a ese instrumento o
dispositivo mentado.
¿Qué es el cine para Foucault? Dos cosas: por un lado, es un
modo de desorganizar los cuerpos (algo que también aparece en sus obras
capitales: Vigilar y castigar o Historia de la sexualidad) y, por otra parte, es
el espacio para visualizar esos microprocedimientos que se ven en las historias
pequeñas y anónimas. El cine marca ese cambio en nosotros y el mundo. Esa
historia no heroica ni épica, esa microrresistencia molecular, corporal,
individual y comunitaria, en gran medida hija de los movimientos libertarios
(Mayo del ’68, las insurrecciones contraculturales de California), tiene un
sitio preferencial para Foucault en el séptimo arte.
¿Qué directores de cine le interesan a Foucault? El filósofo habla de los
siguientes: Schroeter, Pasolini, Syberberg, Liliana Cavani, Antonioni, Duras,
Jodorowsky, Allio, Malle, Billy Wilder y su Some like it hot (traducida como Una
Eva y dos Adanes, con Marilyn Monroe y Tony Curtis), algo de Alain Resnais, e
incluso menciona a las snuff movies. A pesar de las pocas citas, es posible leer
un corpus fílmico claro: para Foucault existe una “ascesis fílmica” en esos
directores y esas películas que piensa, una exploración de lo corporal desde la
cámara y la fragmentación de la representación del cuerpo humano. Un cuerpo no
jerárquico ni disciplinario, tal como marca en Sade, sargento del sexo (1976),
una de las mejores entrevistas.
André Bazin, el gran crítico y teórico cinematográfico francés, veía en el
cine una ontología de la imagen que respetaba la continuidad con la realidad, de
allí su interés en el neorrealismo italiano. Gilles Deleuze, por su parte,
pretendió articular una lógica conceptual inédita a partir de la idea de tiempo
de Henri Bergson, que dio en llamar imagen-movimiento e imagen-tiempo, es decir,
dos regímenes del cine (clásico y moderno, divididos por la posguerra) que
plantearon una taxonomía increíble para pensar la representación:
imagen-percepción, imagen-pulsión, imagen-afección, imagen-acción, etc. La
semiótica de Christian Metz, a su vez, encaró al cine como hecho narrativo o
lingüístico específico. ¿Y Foucault? Veía en el cine una forma de ascesis
fílmica, visual y sonora: un ejercicio físico y espiritual. Ni herramienta
técnica ni abordaje estetizante. Las preguntas foucaulteanas sobre el cine eran
como diagnósticos sobre el presente. Por ello es lógico que su pensamiento en
este sentido venga de entrevistas o cuasicríticas: interrogar la actualidad.
Quizá lo único que le interesó a Foucault del cine fue que se trataba de un
dispositivo que tenía la aptitud para mostrar los cuerpos extirpados de su
significado ordinario. El convertir a la figura humana en gestos sin soporte o
voces sin cuerpo. Un medio ideal para exhibir lo anómalo de lo corporal.
Disolver lo orgánico y exaltar lo menor, lo molecular y lo micro. En uno de los
textos recopilados, Foucault habla enfáticamente de Saló (1975), de Pier Paolo
Pasolini (basada en los 120 días de Sodoma del Marqués de Sade). Al filósofo
parece impactarle, paradójicamente, la ausencia de sadismo, siendo un medio tan
sádico: “Creo que no hay nada más alegórico al cine que la obra de Sade. Entre
las numerosas razones, primero ésta: la meticulosidad, el ritual, la forma de
ceremonia rigurosa que adoptan todas las escenas de Sade excluyen todo lo que
podría ser un juego suplementario de la cámara. La menor adición, la menor
supresión, el más pequeño adorno son insoportables. No hay una fantasía abierta,
sino una reglamentación cuidadosamente programada. No hay lugar para una imagen.
Los blancos no deben ser llenados sino por los deseos y los cuerpos”. A Foucault
también le interesa mucho el film La muerte de María Malibrán (1972), de Werner
Schroeter, del cual señala lo siguiente en el mismo sentido: “Hacer de una cara,
de un pómulo, de los labios, de una expresión de los ojos; hacer lo que hace
Schroeter con esto no tiene nada que ver con el sadismo. Se trata de una
multiplicación, un brote del cuerpo, una exaltación de alguna manera autónoma de
sus menores partes. Hay aquí un cuerpo anarquizado donde las jerarquías, las
localizaciones y las denominaciones están en vías de deshacerse”. El cuerpo
sadiano es orgánico y reglamentado, el cuerpo en Pasolini o Schroeter no lo es.
En un momento se pregunta a Foucault sobre las snuff movies (supuestos filmes
donde se mata a alguien frente a cámara), que aparentemente vio en New York:
“Eso ya no es cine. Forma parte de los circuitos eróticos privados, que están
hechos solamente para encender el deseo”. Es útil tomar a Foucault como una
máquina aceitada, una gran herramienta para pensar el cine pornográfico en toda
su dimensión. Es más, quizá sea la única filosofía que permita esa relación
plástica, si de cuerpos y poder se trata. El porno es, en efecto, un gran
dispositivo de desorganización de los cuerpos femeninos y masculinos, de los
roles, de los mandos, de los intercambios y del poder de unos sobre otros.
La reflexión en torno a la política y el cine es inevitable, no sólo a partir
de Sade sino desde el nazismo, allí se sitúa la palabra del film Hitler, una
película sobre Alemania (1977) dirigida por Hans Jürgen Syberberg: “El film de
Syberberg es un bello monstruo. Digo ‘bello’ porque es lo que más me impactó, y
es tal vez lo que usted quiere decir cuando habla del carácter perverso del
film. No hablo de la estética del film, de la que no conozco; él logró hacer
surgir cierta belleza de esta historia sin ocultar nada de lo que tenía de
sórdido, de infame, de cotidianamente abyecto”. A Foucault siempre le interesó
la erotización del poder, o el poderío libidinal a toda regla. Esa relación
placer/poder encuentra en sus tomos finales de la Historia de la sexualidad
(tanto El uso de los placeres como La inquietud de sí, 1984) momentos de gran
vuelo reflexivo, que parecen anclar su mirada sobre el cine que le
interesaba.
En la entrevista titulada Antirretro (1974) que dio a los Cahiers du cinéma,
marca: “Ahora, la literatura barata no es ya suficiente. Hay medios mucho más
eficaces, que son la televisión y el cine. Y creo que son una manera de
recodificar la memoria popular, que existe pero que no tiene ningún medio para
formularse. Entonces no se muestra a la gente lo que fue, sino lo que es
necesario que recuerde que fue. La memoria es un gran factor de lucha, si se
tiene la memoria de la gente, se tiene su dinamismo. Y también se tiene su
experiencia, su saber sobre las luchas anteriores”. Lo atinado de esta reflexión
puede pasmar. Por algo todo régimen político tiende a ejercer la propaganda
fílmica o televisiva como herramienta esencial, algo visible desde las películas
de montaña nacionalsocialistas de Leni Riefenstahl hasta la estética kitsch del
realismo socialista soviético.
El pensamiento cinematográfico de Foucault, breve, estigmatizado e incómodo
(incluso para él mismo) quizá resulte más propicio que ningún otro en estos
tiempos de construcción de relatos y efectos de verdad oficiales, a fin de
mostrar las costuras, desbaratar las memorias binarias y maniqueas, abrir
puentes y fulminar dogmas. Rodrigo Tarruella, que traficaba un pensamiento
deslumbrante en sus críticas de cine, decía, con su prosa de poeta beatnik
vernáculo: “Cada filmografía de un director de cine contiene una creencia en
algo. Las creencias difieren y chocan, o parecen chocar. Los disparates de
interpretación y apropiación desde un código único (fuere psicoanalítico,
marxista o cualquier otro) indican un deseo autoritario de ignorar cuál es el
motor de creencias de cada artista. Ignorar o silenciar, uno de los términos en
beneficio del otro es entrar en mentiras sectarias y decir boludeces (las de
‘derecha’ y las de ‘izquierda’ son simétricas). Los poetas-cinematográficas
trabajan sobre la vida: contradicciones, paradojas. Hablar y escribir sobre cine
es también trabajar conviviendo con paradojas y contradicciones”. En algún
sentido, el acercamiento de Foucault al cine no hace más que marcar esa
imposición e imposibilidad, la visibilidad de la contradicción, sin nunca
imponer. Ir al cine con Foucault habría sido una experiencia magnífica.