Una querida amiga me envió este cuento y quiero compartirlo, espero que lo disfruten.
PAUL AUSTER
Paul
Auster (1947) nació en Newark, New Jersey, en 1947. De niño sufre un
accidente en un campamento que habrá de marcarlo definitivamente. A partir de
allí lo inesperado e imprevisible en la vida signa su pensamiento y perfilan
una idea de predestinación que marcará toda su obra.
Estudió
en la universidad de Columbia y luego de recibirse en 1970 se trasladó durante
cuatro años al sur de Francia dedicándose a la traducción de escritores
notables (Mallarmé y Sartre entre otros).
Se
inició en la novela tras sus primeros pasos temblorosos en el mundo de la
poesía publicando en dos revistas, New York Review of Books y Harper’s
Saturday Review. Lo hizo con una obra dedicada a su padre recién fallecido,
La invención de la soledad (1982), en la que esboza el eje de lo que sería su
temática principal: la azarosa circunstancia de los seres arrojados a la
tempestad de la vida, es ese caso producto de la pérdida de un ser querido.
Esta misma circunstancia se repite en otros trabajos donde siempre los
personajes se encuentras inermes y desorientados frente a los golpes del
destino. “Algo sucede y a partir de entonces nada vuelve a ser lo mismo”
escribe en Espacios blancos (ensayo, 1978) y vuelve a la frase en El cuaderno
rojo (1993). Aún en El libro de las ilusiones (2003) aflora esta tragedia
inesperada en la vida normal de David Zimmer, el protagonista, como si se
enfrentara a una neurosis de destino. La fragilidad de sus personajes es tan
recurrente como la circularidad de su obra, en la que una historia contiene a
otra, se yuxtapone y discontinúa en apariencia, para mostrarnos que el final
es en realidad el comienzo y viceversa.
El
reconocimiento a su labor llega recién en 1987 año en que publica la Trilogía
de Nueva York, integrada por La ciudad de cristal (1985), Fantasmas (1986) y
La habitación cerrada (1986), tras lo cual suceden notables títulos: El país
de las últimas cosas (1988), El palacio de la luna (1989), La música del azar
(1991), en la que aborda el tema de la herencia paterna produciendo
situaciones de estirpe kafkiana y llevada al cine por Philip Haas (1993),
Leviatán (1992), en la que las sucesiones especulares típicas de Borges, a
las que Auster es tan propenso, le permite redondear una narración en donde
un escritor real escribe sobre la vida de un escritor que escribe sobre otro
escritor y en que las casualidades que confunden realidad y fantasía llegan
hasta las iniciales del personaje y el autor y el nombre de la esposa de
ambos compuesto por las mismas letras, Mr. Vértigo (1994), A salto de mata
(1997), de carácter autobiográfico, Retrato de un hombre invisible, que
refleja reminiscencias de la relación con su padre, El libro de la memoria,
en la que se refleja él como padre y otras hasta llegar a Tombuctú (1999).
Después
de esta última publicación se produce su acercamiento al cine (Smoke, Blue in
the face, Lulú on the bridge) como guionista (escribió tres guiones en
total). A partir de entonces se dudó de que volviera a escribir otra gran
novela. Creía que mi padre era Dios (2001) es una compilación de casi
doscientos relatos elegidos entre cuatro mil y enviados por los oyentes de un
programa radiofónico cuyo mayor éxito se apoyó en su notoriedad. La noche del
oráculo (2004) es de reciente publicación. Ha publicado también un libro de
poemas, Desapariciones (1990).
También
ha desarrollado una interesante labor como crítico literario (Kafka, Beckett)
y cinematográfico. Tal vez esta multifacética intelectualidad lo aleje del
típico escritor de acción estilo de Hemingway, y lo definan como el más
“europeo” de los americanos.
Desde
1974 reside en Brooklyn junto a su mujer y sus dos hijos.
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EL CUENTO DE NAVIDAD DE AUGGIE WREN
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Tomado de Smoke & Blue in the face
Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que
Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él
le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de
eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de
Navidad es exactamente como él me la contó.
Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once
años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el
centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos
holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante
mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba
una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje
pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del
tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.
Pero luego, un día, hace varios años, él estaba
leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de
un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una
fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya
no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una
persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los
libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista.
Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un
aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba
bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me
preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y
buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.
Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era
lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin
ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e
idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco
minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se
había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton
exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de
exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil
fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías
estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de
diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.
Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a
estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que
se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca.
Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de
repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una
y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría
qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo
con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me
miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios
minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:
—Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si
no vas más despacio.
Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas
tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a
ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los
cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el
ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude
detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los
diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa
tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los
domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en
segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en
el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el
objetivo de la cámara de Auggie.
Una vez que llegué a conocerles, empecé a
estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la
siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios
superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera
penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro
álbum. Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta
de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo
humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando
que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí.
Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con
gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a
recitar un verso de Shakespeare.
—Mañana y mañana y mañana —murmuró entre
dientes—, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.
Comprendí entonces que sabía exactamente lo
que estaba haciendo.
Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde
ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la
semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a
hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy
esforzándome por entenderla.
A principios de esa misma semana me había
llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir
un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso
fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de
la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin
embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me
pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?
Pasé los siguientes días desesperado;
guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del
espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían
desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones
de hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad
eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por
nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía
nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era
una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería
como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin
alas.
No conseguía nada. El jueves salí a dar un
largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza. Justo después
del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba
Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba.
Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre
él.
—¿Un cuento de Navidad? —dijo él cuando yo
hube terminado. ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el
mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la
última palabra es verdad.
Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y
ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos
equipos de los Dodgers colgadas de las paredes. Encontramos una mesa al
fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su
historia.
—Fue en el verano del setenta y dos —dijo. Una
mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos
diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de
tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la
pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había
mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le
vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó
a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador,
él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o
menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no
tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.
Resultó que era su cartera. No había nada de
dinero, pero sí su carné de conducir junto con tres o cuatro fotografías.
Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su
nombre y dirección en el carné, pero me dio pena. No era más que un pobre
desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz
de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de
las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela. En otra
estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y
con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente
era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué
importaban un par de libros de bolsillo?
Así que me quedé con la cartera. De vez en
cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y
nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin
nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa,
pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes.
Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí
mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la
cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que
me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.
La dirección estaba en Boerum Hill, en las
casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces
tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres una y
otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente
encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco
que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco
más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia
la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo
contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.
—¿Eres tú, Robert? —dice la vieja, y luego
descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.
Debe tener por lo menos ochenta años, quizá
noventa, y lo primero que noto es que es ciega.
—Sabía que vendrías, Robert —dice—. Sabía que
no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.
Y luego abre los brazos como si estuviera a
punto de abrazarme.
Yo no tenía mucho tiempo para pensar,
¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera
darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi
boca.
—Está bien, abuela Ethel —dije—. He vuelto
para verte el día de Navidad.
No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni
idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente
salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo
la abrazaba a ella.
No llegué a decirle que era su nieto. No
exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no
estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido
jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía
que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para
no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía
feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de
seguirle la corriente.
Así que entramos en el apartamento y pasamos
el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué
otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa?
Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía. Le dije que había
encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de
casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía
todos.
—Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo
con la cabeza y sonriendo. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.
Al cabo de un rato, empecé a tener hambre. No
parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio
y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un
recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas.
Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que
entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente.
Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando
terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las
butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui
al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas
dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser
el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca
me he perdonado por ello.
Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra
la pared al lado de la ducha, veo un montón de cámaras, seis o siete, de
treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía
de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio
donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y
ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el
cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin
pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto
de estar.
No debí ausentarme más de unos minutos, pero
en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca.
Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella
siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico
molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota
de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui.
Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del
apartamento. Y ése es el final de la historia.
—¿Volviste alguna vez? —le pregunté.
—Una sola —contestó. Unos tres o cuatro meses
después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la
había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela
Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento
vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.
—Probablemente había muerto.
—Sí, probablemente.
—Lo cual quiere decir que pasó su última
Navidad contigo.
—Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido
pensarlo.
—Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy
bonito por ella.
—Le mentí y luego le robé. No veo cómo puedes
llamarle a eso una buena obra.
—La hiciste feliz. Y además la cámara era
robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.
—Todo por el arte, ¿eh, Paul?
—Yo no diría eso. Pero por lo menos le has
dado un buen uso a la cámara.
—Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?
—Sí —dije—. Supongo que sí.
Hice una pausa durante un momento, mirando a
Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía
estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan
misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que
repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve
a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que
nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba.
Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no
pueda ser verdad.
—Eres un as, Auggie —dije—. Gracias por
ayudarme.
—Siempre que quieras —contestó él, mirándome
aún con aquella luz maníaca en los ojos. Después de todo, si no puedes
compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?
—Supongo que estoy en deuda contigo.
—No, no. Simplemente escríbela como yo te la
he contado y no me deberás nada.
—Excepto el almuerzo.
—Eso es. Excepto el almuerzo.
Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y
luego llamé al camarero y pedí la cuenta.
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lunes, 17 de diciembre de 2012
Literarias: El cuento de navidad de Auggie Wren
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