jueves, 24 de enero de 2013

Psicoanálisis: “Cuida de ti mismo”



Rescate de la palabra de Michel Foucault

Pocos meses antes de la muerte de Michel Foucault, en 1984, se publicó por primera vez esta entrevista donde –en diálogo con el filósofo cubano Raúl Fornet-Betancourt– explicó y aclaró errores sobre conceptos centrales de su investigación: la noción de “cuidado de sí mismo”, los “juegos de verdad”, las “prácticas de libertad”, la diferencia entre poder y dominación, y más.


El filósofo Michel Foucault nació en Poitiers en 1926 y murió en París, el 25 de junio de 1984.

Por Raúl Fornet-Betancourt, Helmut Becker y Alfredo Gómez-Muller *
–¿Se ha producido un salto entre su problematización anterior y la actual, a partir del concepto de “cuidado de uno mismo”?
–El problema de las relaciones existentes entre el sujeto y los juegos de verdad yo lo había enfocado, o bien a partir de prácticas coercitivas, tales como la psiquiatría y el sistema penitenciario, o bien bajo la forma de juegos teóricos o científicos, tales como el análisis de las riquezas, del lenguaje o del ser viviente. En mis cursos en el Colegio de Francia he intentado captar este problema a través de lo que podría denominarse una práctica de sí mismo que a mi juicio es un fenómeno importante en nuestras sociedades desde la época greco-romana, pese a que no haya sido estudiado. Estas prácticas de sí mismo tuvieron en la civilización griega y romana una importancia, y sobre todo una autonomía, mucho mayores de lo que tuvieron posteriormente, cuando se vieron asumidas en parte por instituciones religiosas, pedagógicas, de tipo médico y psiquiátrico –contestó Michel Foucault.

–Se trata de un trabajo de uno sobre sí mismo que puede ser comprendido como una determinada liberación, como un proceso de liberación.

–Tendríamos que ser en lo que se refiere a esto un poco más prudentes. Siempre he desconfiado un tanto del tema general de la liberación, en la medida en que, si no lo tratamos con algunas precauciones y en el interior de determinados límites, se corre el riesgo de recurrir a la idea de que existe una naturaleza o un fondo humano que se ha visto enmascarado, alienado o aprisionado en y por mecanismos de represión como consecuencia de un determinado número de procesos históricos, económicos y sociales. Si se acepta esta hipótesis, bastaría con hacer saltar estos cerrojos represivos para que el hombre se reconcilie consigo mismo, para que se reencuentre con su naturaleza o retome el contacto con su origen y restaure una relación plena y positiva consigo mismo. Me parece que este planteamiento no puede ser admitido así sin más, sin ser previamente sometido a examen. Con esto no quiero decir que la liberación, o mejor, determinadas formas de liberación, no existan: cuando un pueblo colonizado intenta liberarse de su colonizador, estamos ante una práctica de liberación en sentido estricto. Pero sabemos muy bien que, también en este caso concreto, esta práctica de liberación no basta para definir las prácticas de libertad que serán a continuación necesarias para que este pueblo, esta sociedad y estos individuos puedan definir formas válidas y aceptables de existencia o formas mas válidas y aceptables en lo que se refiere a la sociedad política. Por esto insisto más en las prácticas de libertad que en los procesos de liberación que, hay que decirlo una vez más, tienen su espacio, pero que no pueden por sí solos, a mi juicio, definir todas las formas prácticas de libertad. Nos encontramos ante un problema que me he planteado precisamente en relación con la sexualidad: ¿tiene sentido decir “liberemos nuestra sexualidad”? ¿El problema no consiste más bien en intentar definir las prácticas de libertad a través de las cuales se podría definir lo que es el placer sexual, las relaciones eróticas, amorosas y pasionales con los otros? Este problema ético de la definición de las prácticas de libertad me parece mucho más importante que la afirmación, un tanto manida, de que es necesario liberar la sexualidad o el deseo.

–¿El ejercicio de las prácticas de libertad no exige un cierto grado de liberación?

–Sí, por supuesto. Por eso hay que introducir la noción de dominación. Los análisis que intento hacer se centran fundamentalmente en las relaciones de poder. Y entiendo por relaciones de poder algo distinto a los estados de dominación. Las relaciones de poder tienen una extensión extraordinariamente grande en las relaciones humanas. Ahora bien, esto no quiere decir que el poder político esté en todas partes, sino que en las relaciones humanas se imbrica todo un haz de relaciones de poder que pueden ejercerse entre individuos, en el interior de una familia, en una relación pedagógica, en el cuerpo político, etcétera. El análisis de las relaciones de poder constituye un campo extraordinariamente complejo. Y este análisis se encuentra a veces con lo que podemos denominar hechos o estado de dominación, en los que las relaciones de poder, en lugar de ser inestables y permitir a los diferentes participantes una estrategia que las modifique, se encuentran bloqueadas y fijadas. Cuando un individuo o un grupo social consigue bloquear un campo de relaciones de poder haciendo de estas relaciones algo inmóvil y fijo e impidiendo la mínima reversibilidad de movimientos –mediante instrumentos que pueden ser tanto económicos como políticos o militares–, nos encontramos ante lo que podemos denominar un estado de dominación. Es cierto que en una situación de este tipo las prácticas de libertad no existen o existen sólo unilateralmente, o se ven recortadas y limitadas extraordinariamente. Estoy de acuerdo con usted en que la liberación es en ocasiones la condición política o histórica para que puedan existir prácticas de libertad. Si consideramos, por ejemplo, la sexualidad, es cierto que han sido necesarias una serie de liberaciones en relación con el poder del macho, que ha sido preciso liberarse de una moral opresiva que concierne tanto a la heterosexualidad como a la homosexualidad: pero esta liberación no permite que surja una sexualidad plena y feliz en la que el sujeto habría alcanzado al fin una relación completa y satisfactoria. La liberación abre un campo a nuevas relaciones de poder que hay que controlar mediante prácticas de libertad.

–¿No podría la liberación en sí misma ser un modo o una forma de práctica de la libertad?

–Sí, así es en un determinado número de casos. Existen casos en los que la liberación y la lucha de liberación son indispensables para la práctica de la libertad. En lo que se refiere a la sexualidad, por ejemplo –y lo digo sin ánimo de polemizar, ya que no me gustan las polémicas–, creo que en la mayor parte de los casos son infecundas. Existe un esquema reichiano, derivado de una cierta forma de leer a Freud, que supone que el problema es sólo de liberación. Para decirlo un tanto esquemáticamente, existiría el deseo, la pulsión, la prohibición, la represión, la interiorización, y el problema se resolvería haciendo saltar todas estas prohibiciones, es decir, liberándose. En este planteamiento –y soy consciente de que caricaturizo posiciones más interesantes y matizadas de numerosos autores– está totalmente ausente el problema ético de la práctica de la libertad: ¿Cómo se puede practicar la libertad? En lo que se refiere a la sexualidad, es evidente que es sólo a partir de la liberación del propio deseo como uno sabrá conducirse éticamente en las relaciones de placer con los otros.

–Usted dice que es necesario practicar la libertad éticamente.

–Sí, porque en realidad ¿qué es la ética sino la práctica de la libertad, la práctica reflexiva de la libertad? La libertad es la condición ontológica de la ética; pero la ética es la forma reflexiva que adopta la libertad.

–¿Es la ética aquello que se lleva a cabo en el cuidado de uno mismo?

–El cuidado de uno mismo ha sido, en el mundo greco-romano, el modo mediante el cual la libertad individual, o hasta cierto punto la libertad cívica, ha sido pensada como ética. Si usted consulta toda una serie de textos que van desde los primeros diálogos platónicos hasta los grandes textos del estoicismo tardío –Epicteto, Marco Aurelio, etcétera– podrá comprobar que este tema del cuidado de uno mismo ha atravesado realmente toda la reflexión moral. Es interesante ver cómo en nuestras sociedades, por el contrario, el cuidado de uno mismo se ha convertido, y es muy difícil saber exactamente desde cuándo, en algo un tanto sospechoso. Ocuparse de uno mismo ha sido, a partir de un determinado momento, casi espontáneamente denunciado como una forma de egoísmo o de interés individual en contradicción con el interés que es necesario prestar a los otros o con el necesario sacrificio de uno mismo. Esto ha tenido lugar durante el cristianismo, pero no me atrevería a afirmar que se deba pura y simplemente al cristianismo. La cuestión es mucho más compleja porque en el cristianismo procurar la salvación es también una manera de cuidar de uno mismo. Pero la salvación se efectúa en el cristianismo a través de la renuncia a uno mismo. Se produce así una paradoja del cuidado de sí en el cristianismo, pero éste es otro problema. Para volver a la cuestión que usted planteaba, creo que entre los griegos y los romanos, sobre todo entre los griegos, para conducirse bien, para practicar la libertad como era debido, era necesario ocuparse de sí, cuidar de sí, a la vez para conocerse y para formarse, para superarse a sí mismo, para controlar los apetitos que podrían dominarnos. La libertad individual era para los griegos algo muy importante: no ser esclavo (de otra ciudad, de los que os rodean, de los que os gobiernan, de vuestras propias pasiones) era un tema fundamental. La preocupación por la libertad ha sido un problema esencial, permanente, durante los ocho magnos siglos de la cultura clásica. Existió entonces toda una ética que ha girado en torno del cuidado de sí, lo cual proporciona a la ética clásica su forma tan particular. No pretendo afirmar con esto que la ética sea el cuidado de sí, sino que, en la Antigüedad, la ética, en tanto que práctica reflexiva de la libertad, ha girado en torno de este imperativo fundamental: “cuida de ti mismo”.

–Imperativo que implica la asimilación de los logoi, de las verdades.

–Sin duda, uno no puede cuidar de sí sin conocer. El cuidado de sí es el conocimiento de sí –en un sentido socrático-platónico–, pero es también el conocimiento de un cierto número de reglas de conducta o de principios que son a la vez verdades y prescripciones. Se trata de operar de tal modo que estos principios os digan en cada situación y en cierto modo espontáneamente, cómo tenéis que comportaros. Encontramos aquí una metáfora que no proviene de los estoicos sino de Plutarco, que dice: “Es necesario que hayáis aprendido los principios de una forma tan constante que, cuando vuestros deseos, vuestros apetitos, vuestros miedos se despierten como perros que ladran, el Logos hable en vosotros como la voz del amo que con un solo grito sabe acallar a los perros. Es ésta la idea de un Logos que en cierto modo podrá funcionar sin que vosotros tengáis que hacer nada: vosotros os habréis convertido en el Logos o el Logos se habrá convertido en vosotros mismos”.

–Podríamos volver a la cuestión de las relaciones entre la libertad y la ética. Cuando usted afirma que la ética es la parte reflexiva de la libertad ¿quiere decir que la libertad puede cobrar conciencia de sí misma como práctica ética? ¿Es en su conjunto y siempre una libertad por decirlo así moralizada, o es necesario un trabajo sobre sí mismo para descubrir esta dimensión ética de la libertad?

–Los griegos, en efecto, problematizaban su libertad, la libertad del individuo, para convertirla en un problema ético. Pero la ética en el sentido en que podían entenderla los griegos, el ethos, era la manera de ser y de conducirse. Era un cierto modo de ser del sujeto y una determinada manera de comportarse que resultaba perceptible a los demás. El ethos de alguien se expresaba a través de su forma de vestir, de su aspecto, de su forma de andar, a través de la calma con la que se enfrentaba a cualquier suceso, etc. En esto consistía para ellos la forma concreta de la libertad: es así cómo problematizaban su libertad. El que tiene un ethos noble, un ethos que puede ser admirado y citado como ejemplo, es alguien que practica la libertad de una cierta manera. No creo que sea necesaria una conversión para que la libertad sea pensada como ethos, sino que la libertad es directamente problematizada como ethos. Pero para que esta práctica de la libertad adopte la forma de un ethos que sea bueno, bello, honorable, estimable, memorable, y que pueda servir de ejemplo, es necesario todo un trabajo sobre sí mismo.
* Fragmentos de una entrevista con Michel Foucault realizada el 20 de enero de 1984. Publicada en la revista Concordia 6 (1984) 96-116. La versión completa puede consultarse en http://www.topologik.net/Michel_Foucault.htm, bajo el título “La ética del cuidado de uno mismo como práctica de la libertad”.


Fuente: Página 12, jueves 24 de enero

miércoles, 9 de enero de 2013

Filosofía: Prefacio a la edición en inglés de “Anti-Edipo"


Michel Foucault

Durante los años 1945-1965 (me estoy refiriendo a Europa), había una forma determinada de pensar correctamente, un estilo de discurso político determinado, y una ética del intelectual determinada. Uno tenía que estar familiarizado con Marx, y no dejar que los propios sueños se aparten demasiado de Freud. Y uno debía tratar los sistemas de signos—el significante—con el mayor de los respetos. Éstos eran los tres requisitos que hacían aceptable la extraña ocupación de escribir y enunciar una cuota de verdad sobre uno mismo y sobre su tiempo.
Luego vinieron los breves, apasionados, jubilosos y enigmáticos cinco años. A las puertas de nuestro mundo, allí estaba Vietnam, por supuesto, y el primer gran golpe a los poderes establecidos. Pero aquí, al interior de nuestros muros, ¿qué era exactamente lo que estaba ocurriendo? ¿Una amalgama de políticas revolucionarias y antirrepresivas? ¿Una guerra librada en dos frentes: contra la explotación social, y la represión psíquica? ¿Una oleada de libido modulada por la lucha de clases? Tal vez. En cualquier caso, fue esta interpretación dualística tan familiar la que se arrogó los eventos de aquellos años. El sueño que, entre la Primera Guerra Mundial y el fascismo, lanzó su hechizo sobre las partes más soñadoras de Europa—la Alemania de Wilhelm Reich, y la Francia de los surrealistas—había vuelto y prendido fuego la realidad misma: Marx y Freud en la misma luz incandescente.
¿Pero, fue realmente eso lo que ocurrió? ¿Se retomó el proyecto utópico de los treinta, esta vez a nivel de la práctica histórica? ¿O hubo, por el contrario, un movimiento hacia luchas políticas que ya no se conformaban al modelo prescrito por la tradición Marxista? Hacia una experiencia y una tecnología del deseo que ya no eran Freudianas. Es verdad que se levantaron las viejas pancartas, pero el combate viró y se expandió hacia nuevas zonas.
Anti-Edipo muestra, primero que todo, cuánto terreno ha sido cubierto. Pero hace mucho más que eso. No pierde tiempo desacreditando viejos ídolos, aunque sí se divierte mucho con Freud. Lo más importante, nos motiva a ir más lejos.

Sería un error leer Anti-Edipo como la nueva referencia teórica (ustedes saben, esa tan anunciada teoría que finalmente abarca todo, que por fin totaliza y nos devuelve la confianza, aquella que nos han dicho “necesitamos desesperadamente” en nuestros tiempos de dispersión y especialización en los que falta la “esperanza”). Uno no debe buscar una “filosofía” entre la extraordinaria profusión de nociones nuevas y conceptos sorpresa: Anti-Edipo no es un Hegel relumbrón. Creo que Anti-Edipo puede ser leído mejor como un “arte,” en el sentido implicado, por ejemplo, en el término “arte erótico.” Informado por las nociones aparentemente abstractas de multiplicidades, flujos, arreglos, conexiones, el análisis de la relación del deseo con la realidad y con la “máquina” capitalista brinda respuestas a preguntas concretas. Preguntas que no tienen tanto que ver con por qué esto o aquello, sino con cómo proceder. ¿Cómo introducir el deseo en el pensamiento, en el discurso, en la acción? ¿Cómo el deseo puede y debe desarrollar sus fuerzas dentro del dominio político y crecer en intensidad en el proceso de desbaratar el orden establecido? Ars erotica, ars theoretica, ars politica.
De ahí los tres adversarios afrontados por Anti-Edipo. Tres adversarios que no tienen la misma fuerza, que representan grados distintos de peligro, y que el libro combate de maneras diferentes:
  1. Los ascetas políticos, los militantes tristes, los terroristas de la teoría, aquellos que quieren preservar el orden puro de la política y del discurso político. Burócratas de la revolución y funcionarios civiles de La Verdad.
  2. Los pobres técnicos del deseo—psicoanalistas y semiólogos de cada signo y síntoma—que quieren subyugar la multiplicidad del deseo a la ley doble de estructura y carencia.
  3. Por último pero no menos importante, el gran enemigo, el adversario estratégico es el fascismo (mientras que la oposición de Anti-Edipo a los anteriores es más bien un compromiso táctico). Y no solamente el fascismo histórico, el fascismo de Hitler y Mussolini—que fue capaz de movilizar y utilizar tan efectivamente el deseo de las masas—sino también el fascismo en todos nosotros, en nuestra cabeza y en nuestra conducta cotidiana, el fascismo que nos hace amar al poder, desear aquello mismo que nos domina y nos explota.
Diría que Anti-Edipo (y sus autores me perdonarán) es un libro de ética, el primer libro de ética escrito en Francia en mucho tiempo (tal vez eso explique por qué su éxito no estuvo limitado a una “audiencia” particular: ser anti-edípico se ha convertido en un estilo de vida, una manera de pensar y de vivir). ¿Cómo evitar ser fascista, aun (especialmente) cuando uno cree ser un militante revolucionario? ¿Cómo librar nuestros dichos y nuestros actos, nuestros corazones y nuestros placeres, del fascismo? ¿Cómo revelar y poner en evidencia el fascismo arraigado en nuestra conducta? Los moralistas cristianos buscaban las huellas de la carne alojadas en lo más profundo del alma. Deleuze y Guattari, por su parte, persiguen los rastros más tenues de fascismo en el cuerpo.
Ofreciendo un modesto tributo a San Francisco de Sales*, uno podría decir que Anti-Edipo es unaIntroducción a la Vida No-Fascista.

Este arte de vivir contra toda forma de fascismo, ya sea actual o inminente, conlleva cierto número de principios esenciales que sintetizaría de la siguiente manera si fuera a hacer de este gran libro un manual o guía para la vida cotidiana:
  • Libera la acción política de toda paranoia unitarista y totalizante.
  • Desarrolla la acción, el pensamiento y los deseos por proliferación, yuxtaposición y disyunción, y no por subdivisión y jerarquización piramidal.
  • Deja de creer en las viejas categorías de lo Negativo (ley, límite, castración, falta, carencia), que el pensamiento occidental sacralizó durante tanto tiempo como una forma del poder y un acceso a la realidad. Prefiere lo que es positivo y múltiple, diferencia en vez de uniformidad, flujos en vez de unidades, arreglos móviles en vez de sistemas. Cree que lo que es productivo no es sedentario sino nómade.
  • No pienses que uno tiene que estar triste para ser militante, incluso si aquello contra lo que uno está luchando es abominable. Es la conexión del deseo con la realidad (y no su retirada hacia formas de representación) lo que posee fuerza revolucionaria.
  • No utilices el pensamiento para fundamentar una práctica política en La Verdad; ni utilices la acción política para desacreditar, como mera especulación, una línea de pensamiento. Utiliza la práctica política como un intensificador del pensamiento, y el análisis como multiplicador de las formas y dominios para la intervención de la acción política.
  • No le demandes a la política que restituya los “derechos” del individuo, tal como los ha definido la filosofía. El individuo es producto del poder. Lo que hace falta es “des-individualizar” por medio de la multiplicación y el desplazamiento, combinaciones diversas. El grupo no debe ser un lazo orgánico que una individuos jerarquizados, sino un constante generador de des-individualización.
  • No te enamores del poder.
Incluso podría decirse que a Deleuze y Guattari les importa tan poco el poder que trataron de neutralizar los efectos de poder ligados a su propio discurso. De ahí los juegos y trampas desparramados a lo largo del libro, que hacen de su traducción una verdadera proeza. Pero no son las trampas tan familiares de la retórica: ésta se dedica a influenciar al lector sin que él sea consciente de la manipulación, y en última instancia a persuadirlo en contra de su voluntad. Las trampas del Anti-Edipo son las del humor: tantas invitaciones para que uno se fastidie, para que deje el texto a un lado y se vaya dando un portazo. A menudo el libro lo lleva a uno a creer que todo es diversión y juegos, mientras algo esencial está ocurriendo, algo de extrema seriedad: la localización de todas las formas de fascismo, desde las más enormes que nos rodean y nos aplastan hasta las más diminutas que constituyen la tiránica amargura de nuestras vidas diarias