jueves, 20 de diciembre de 2012

Cine: Entrevista a François Truffaut



por Pierre Bonard


 | Publicado el 18/09/2003 | 
P.B.: ¿Es Jules et Jim una novela que le había llamado la atención desde hacía tiempo?
F.T.: Descubrí el libro dos años después de que se publicara; lo encontré en una tienda de segunda mano. En realidad, lo que me gustó fue el título, así como la advertencia “se ruega la publicación”, que indicaba que era la primera novela de un hombre de 76 años. Fue algo que me intrigó mucho. El libro me entusiasmó y, más adelante, cuando se estrenó Naked Dawn de Ulmer, en mi critica de la película para Arts hablé acerca de Jules et Jim. Recibí una nota del autor en la que decía que estaba muy contento, porque no se había hablado mucho de su libro. Un día fui a verle a Orsay y le dije: “[...] Si algún día hago películas, mi sueño es realizar una película a partir de este libro”. Cuando rodé Los 400 golpes le envié una pequeña nota que decía: “Había pensado que mi primera película sería Jules et Jim, pero es una película muy difícil de realizar. Jules et Jim será mi segunda película, le enseñaré Los 400 golpes en cuanto esté acabada”. Pero en aquella época él ya era bastante viejo, tenía casi 80 años. En Los 400 golpes, Jeanne Moreau hizo una aparición junto a Jean-Claude Brialy, le regalé el libro y le entusiasmó. Me dijo: “Es lo que más me apetecería hacer, ¡cuando usted quiera!”. Así que cogí deCahiers du cinéma algunas fotos de Jeanne Moreau en sus ultimas películas, se las envié a Roché, que me respondió: “Tengo que conocerla como sea, tráigamela...”, ¡y murió cinco días después de haberme enviado aquella carta!

P.B.: ¿Ha tenido usted la sensación de que lo que le interesaba en un principio, al leer el libro, ha seguido siendo el centro de interés de la película o que, por el contrario, su interés se ha desplazado hacia otros personajes u otros aspectos?
F.T.: Tuve algunas sorpresas. Para empezar, debo decirle que el libro es magnifico; es de una candidez y simplicidad extraordinarias, que se acerca al preciosismo. Sin duda, Jules et Jim es un himno a la vida. Muy a menudo los diálogos de la película están sacados del propio libro o fabricados con frases del mismo. Para la adaptación, utilicé el mismo principio que para Disparen sobre el pianista. No es un principio muy defendible pero me viene bien: no consiste en fundir íntimamente el libro con lo que queramos añadirle, sino en alternar brutalmente una escena extraída del libro con gran fidelidad -por lo tanto bastante “literaria”, bastante “escrita”- con una escena inventada muy realista, muy hablada. Se trata de dar la palabra al libro y de retomarla de vez en cuando. Puede parecer chocante pero da lugar a contrastes que me agradan.

P.B.: Se trata de un libro que contiene muchísimas cosas. ¿Lo toma usted de manera global, o entre los distintos elementos -una amistad, un amor, la evocación de una época- hay alguno con el que esté más vinculado y al que haya dado prioridad?
F.T.: No, pienso que lo que domina tanto en la película como en el libro son los personajes. Es ante todo una película de personajes. La historia es muy sencilla; estoy seguro de que si a uno no le gustan los personajes, no le gusta la película. De hecho, si los personajes carecen de interés, la película también. La época es algo totalmente secundario. Me embarqué en esto sin conocer las servidumbres de las películas de época. Estoy contento por tener este desconocimiento, de otro modo hubiese renunciado a hacer la película o la hubiese modernizado.

P.B.: En cuanto al trabajo de Jeanne Moreau, ¿está usted satisfecho con su protagonista?
F.T.: Jeanne Moreau dio realismo a algo que era bastante simbólico, un poco abstracto; la ventaja de actores así es que aportan de pronto una realidad enorme, tan grande que gracias a ellos uno no se arrepiente de haber partido de una idea abstracta. Es importante, realmente importante. Como de costumbre, desconfié mucho de no caer en algunas trampas, del estilo de los “personajes prestigiosos”. Tenía el deseo de hacer que fuera simpática y, al mismo tiempo, desconfiaba del aspecto de comedia americana, del personaje de “pesada exquisita”. Como siempre, allí había varias cosas que evitar. Finalmente, hay dos temas: el tema de la amistad entre ambos que trata de sobrevivir a dicha situación y el tema de la imposibilidad de vivir a tres. La idea de la película es que la pareja no es una noción satisfactoria, pero que en el fondo no hay otras soluciones, o que todas las demás soluciones están condenadas al fracaso. Es la continuación de La morte-saison des amours en versión pesimista. Uno siente que la relación no funcionará a tres.

P.B.: Supongo que el hecho de haber adaptado Disparen sobre el pianista y, a continuación, Jules et Jim significa que no reconoce una jerarquía entre aquellas películas en las que se es el único autor y aquellas de las cuales se toman algunos elementos. ¿Cree usted que esta distinción es totalmente estúpida?
F.T.: No, la verdad es que no tengo muchas ideas al respecto. No, porque el hombre que más admiro en el cine es Renoir. Creo que tiene un porcentaje de adaptaciones bastante importante en sus 35 ó 37 películas. Hoy por hoy, tiendo más bien a renegar de esta idea de “autor total” que he contribuido a crear como crítico. De todos modos, aunque uno no escriba una sola línea del guión, el que cuenta es el director, la película se asemeja a él, como una gráfica de temperaturas, como unas huellas dactilares: su película puede parecerse a él, mejor o peor, pero sólo se parecerá a él.

P.B.: ¿Considera que Los 400 golpes o Jules et Jim son suyas por igual?
F.T.: Francamente, sí. En ambos casos hay un montón de escrúpulos que me limitan tanto como me guían, pero no son los mismos. En Los 400 golpes éste es el problema: mis historias no interesan a nadie, me muero por hacer esto;Jules et Jim es un poco como si me dijera: ¡cuidado!, entre las manos tengo una obra maestra, desconocida sin duda, pero una obra maestra al fin y al cabo. No hay que traicionar a Roché. Es necesario que sus viejos amigos que vayan a ver la película reconozcan el libro. Es un estilo invisible, que no parece “gran cosa” a primera vista: la película debe ser igual, la imagen tampoco debe parecer “gran cosa”. Por ejemplo, a Georges Dalerue le gustaba tanto la película que quería componer una música muy ambiciosa. Le expliqué extensamente que su música tampoco debía parecer “gran cosa”, si fuéramos tan sólo una sola vez conscientes de la belleza de una imagen, la película fracasaría. Existía el mismo problema para la lectura del comentario que hacía Michel Subor de una manera muy neutra y rápida, sin entonaciones.

P.B.: ¿Y no tiene usted miedo de que esta acumulación de rechazos y neutralidades acabe dando lugar a una película neutra?
F.T.: Eso es precisamente lo que debe ser la película; estoy seguro de que un sólo error de este tipo desequilibraría toda la película. Creo mucho en la modestia de las apariencias, incluso si debemos llamarla “falsa modestia”. Es muy importante hacer como si uno fuese una persona cualquiera, no debemos singularizarnos por cosas externas. En Los 400 golpes estaba muy contento con el título porque resultaba casi vulgar. Durante el rodaje, me dijeron que algunos periódicos regionales decían: “François Truffaut, tras haber insultado a todo el cine francés, rueda una película cuyo título no merece ser comentado”. Se imaginaban algo muy vulgar y una de las razones por las que realicé Disparen sobre el pianista fue que el título también me gustaba.

P.B.: ¿Cree usted que es una necesidad de la creación cinematográfica basar su trabajo en el efecto que se desea producir en el público?
F.T.: Sí, pero es más una cuestión de temperamento. Si uno está muy seguro de sí mismo, debe hacer lo que quiere, y después, es la gente quien, a su vez, entra en juego. Pero ése no es mi caso: yo no estoy tan seguro de mí mismo y, por otra parte, me da casi vergöenza hacer películas. Es difícil de explicar, no sé muy bien porqué, pero como una película requiere movilizar dinero, movilizar a gente, el único modo de dar un sentido a esta actividad, es contemplarla como un espectáculo, un espectáculo que debe triunfar. El otro día volví a ver Con la muerte en los talones y media hora antes del final oí a un tipo decir a su vecina: “Esta película no está mal”. Es una frase extraordinaria porque revela la mentalidad de los espectadores ocasionales, no cinéfilos. ¡Una película no es más que gelatina al fin y al cabo! Creo que uno entra en el cine por casualidad y que no debe haber varias categorías de espectadores. Que el espectador experimentado, el que ve 100 películas al año, el cinéfilo encuentre más cosas que el que va al cine una vez al año, es normal, pero la película debe presentarse externamente de la misma manera para los dos.

[Publicada en Cinéma, núm.62.
Traducción: Newsclips. Enero de 1962]
 

lunes, 17 de diciembre de 2012

Literarias: El cuento de navidad de Auggie Wren


Una querida amiga me envió este cuento y quiero compartirlo, espero que lo disfruten.

PAUL AUSTER
Paul Auster (1947) nació en Newark, New Jersey, en 1947. De niño sufre un accidente en un campamento que habrá de marcarlo definitivamente. A partir de allí lo inesperado e imprevisible en la vida signa su pensamiento y perfilan una idea de predestinación que marcará toda su obra.
Estudió en la universidad de Columbia y luego de recibirse en 1970 se trasladó durante cuatro años al sur de Francia dedicándose a la traducción de escritores notables (Mallarmé y Sartre entre otros).
Se inició en la novela tras sus primeros pasos temblorosos en el mundo de la poesía publicando en dos revistas, New York Review of Books y Harper’s Saturday Review. Lo hizo con una obra dedicada a su padre recién fallecido, La invención de la soledad (1982), en la que esboza el eje de lo que sería su temática principal: la azarosa circunstancia de los seres arrojados a la tempestad de la vida, es ese caso producto de la pérdida de un ser querido. Esta misma circunstancia se repite en otros trabajos donde siempre los personajes se encuentras inermes y desorientados frente a los golpes del destino. “Algo sucede y a partir de entonces nada vuelve a ser lo mismo” escribe en Espacios blancos (ensayo, 1978) y vuelve a la frase en El cuaderno rojo (1993). Aún en El libro de las ilusiones (2003) aflora esta tragedia inesperada en la vida normal de David Zimmer, el protagonista, como si se enfrentara a una neurosis de destino. La fragilidad de sus personajes es tan recurrente como la circularidad de su obra, en la que una historia contiene a otra, se yuxtapone y discontinúa en apariencia, para mostrarnos que el final es en realidad el comienzo y viceversa.
El reconocimiento a su labor llega recién en 1987 año en que publica la Trilogía de Nueva York, integrada por La ciudad de cristal (1985), Fantasmas (1986) y La habitación cerrada (1986), tras lo cual suceden notables títulos: El país de las últimas cosas (1988), El palacio de la luna (1989), La música del azar (1991), en la que aborda el tema de la herencia paterna produciendo situaciones de estirpe kafkiana y llevada al cine por Philip Haas (1993), Leviatán (1992), en la que las sucesiones especulares típicas de Borges, a las que Auster es tan propenso, le permite redondear una narración en donde un escritor real escribe sobre la vida de un escritor que escribe sobre otro escritor y en que las casualidades que confunden realidad y fantasía llegan hasta las iniciales del personaje y el autor y el nombre de la esposa de ambos compuesto por las mismas letras, Mr. Vértigo (1994), A salto de mata (1997), de carácter autobiográfico, Retrato de un hombre invisible, que refleja reminiscencias de la relación con su padre, El libro de la memoria, en la que se refleja él como padre y otras hasta llegar a Tombuctú (1999).
Después de esta última publicación se produce su acercamiento al cine (Smoke, Blue in the face, Lulú on the bridge) como guionista (escribió tres guiones en total). A partir de entonces se dudó de que volviera a escribir otra gran novela. Creía que mi padre era Dios (2001) es una compilación de casi doscientos relatos elegidos entre cuatro mil y enviados por los oyentes de un programa radiofónico cuyo mayor éxito se apoyó en su notoriedad. La noche del oráculo (2004) es de reciente publicación. Ha publicado también un libro de poemas, Desapariciones (1990).
También ha desarrollado una interesante labor como crítico literario (Kafka, Beckett) y cinematográfico. Tal vez esta multifacética intelectualidad lo aleje del típico escritor de acción estilo de Hemingway, y lo definan como el más “europeo” de los americanos.
Desde 1974 reside en Brooklyn junto a su mujer y sus dos hijos.

EL CUENTO DE NAVIDAD DE AUGGIE WREN
Tomado de Smoke & Blue in the face
Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.
Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.
Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.
Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.
Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:
—Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.
Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.
Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.
—Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes—, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.
Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.
Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.
A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?
Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.
No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.
—¿Un cuento de Navidad? —dijo él cuando yo hube terminado. ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.
Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes. Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.
—Fue en el verano del setenta y dos —dijo. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.
Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carné de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su nombre y dirección en el carné, pero me dio pena. No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?
Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.
La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.
—¿Eres tú, Robert? —dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.
Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.
—Sabía que vendrías, Robert —dice—. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.
Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.
Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.
—Está bien, abuela Ethel —dije—. He vuelto para verte el día de Navidad.
No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.
No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.
Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.
—Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.
Al cabo de un rato, empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.
Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de cámaras, seis o siete, de treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.
No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de la historia.
—¿Volviste alguna vez? —le pregunté.
—Una sola —contestó. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.
—Probablemente había muerto.
—Sí, probablemente.
—Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.
—Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.
—Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.
—Le mentí y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.
—La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.
—Todo por el arte, ¿eh, Paul?
—Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.
—Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?
—Sí —dije—. Supongo que sí.
Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.
—Eres un as, Auggie —dije—. Gracias por ayudarme.
—Siempre que quieras —contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos. Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?
—Supongo que estoy en deuda contigo.
—No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.
—Excepto el almuerzo.
—Eso es. Excepto el almuerzo.
Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.

jueves, 13 de diciembre de 2012

Psicoanálisis: El Banquete de Lacan. Tercer encuentro


Tercer encuentro


Vamos a tomar la entrada de Alcibíades, como la piedra de toque para completar el recorrido que habíamos comenzado. Hay un  cambio en el encuadre de El Banquete; en lugar del elogio del amor, ahora se elogia el otro al de al lado de la derecha. La clave es el  cambio las reglas anteriormente establecidas, hay un giro en tanto nadie quiere compartir el eromenon y se pasa entonces del elogio del amor al elogio del otro; en la traducción de Rodriguez Ponte dice “amor en acto”.

Podríamos pensar que se subvierte el orden de las cosas, dado que para entender que sucede en el amor cuenta el otro. Entonces entra el otro como objeto –y no como sujeto- en el amor. Lacan destina una clase al objeto, en la cual desarrolla la cuestión refiriéndose al agalma. Retengamos algunos datos de dicha clase, la declaración de amor de Alcibíades a Sócrates está dirigida a Agatón, lo que implica que en la escena hay tres. En la naturaleza del amor la llave es el agalma.
 Agalma significa adorno pero también que está en el interior, lo supone cierta ruptura con la idea de belleza. El objeto en términos de agalma  es el pivote entre amor y deseo, no permutable, no intercambiable. Se trata siempre del objeto parcial, ninguna idea totalizadora. El sujeto en el amor es también nuestro objeto de deseo.  Ni en los elogios ni en Diótima surge la cuestión del agalma como centro del deseo humano, podemos situar aquí una ruptura necesaria para continuar con el hilo de lo que sucede en el amor.
Si bien cuando Sócrates hace entrar a Diótima, opera un giro respecto de la dinámica de los elogios, no se aborda la cuestión del objeto como con la entrada de Alcibíades. En Diótima, se identifica el amor con lo bello, que tiende al Soberano Bien. Propone un camino por la vía del erastés, que pasando por distintos erómenon, se vuelve más deseable.  Se trata no tanto de tener –cuyo caso paradigmático es Pausanías-  sino de ser.
Es ese objeto, percibido por medio de la voz y la palabra es el que pone a Alcibíades a los pies de Sócrates.
 Aclarado este punto vayamos a la intervención de Sócrates: Este sabiéndose el erómenos de Alcibíades no responde a su demanda de dar un signo de su deseo por él, pese a la insistencia y la manifestación pública que Alcibíades le hace.
 Es notable que Sócrates lo deje quejarse, no calme la queja ni el reclamo, que recibe. Si le hubiese dado un signo de su interés las cosas hubiesen tenido otro rumbo, lográndose la metáfora del amor, pero como vemos no sucede.
El hombre del deseo -como lo llama Lacan-, se pone demandante, termino más afín en este caso. Lo que ha sucedido entonces  es un cambio en la posición de Alcibíades, se evidencia algo por él desconocido. Esto es que a él le falta… en el amor. El efecto de la negativa a responder asumida por Sócrates, coloca a Alcibídaes  como erastés –aquel que no sabe que le falta-. Consideremos que era figura que siempre tuvo lo que quería, ahora  queda descompletado, quejándose. En ese punto es que se produce la interpretación de Sócrtes indicándole que en realidad desea a Agatón.
En resumen, si el análisis, tiene que permitir que alguien ame, dice Lacan que es como amante que aprenderá aquello que le falta. Creo que esto es lo que nos hace ver el recorrido de El Banquete.

Psicoanálisis: El Banquete de Lacan. Segundo encuentro


Segundo encuentro.


Nos vamos a referir a la maniobra que hace Sócrates, introduciendo  por medio de Diótima el mito del amor. Estamos en un punto, que implica un golpe de timón. La episteme cae para dar cuenta del amor. No se trata de tener- de reconocer que es el amor y apropiarse- sino de ser. Es lo bello aquello que guía hacia el objeto, luego esa misma guía sustituirá al objeto. Veámoslo, un poco más desarrollado.

Ha llegado el momento del  discurso de Sócrates, en El Banquete. Recordemos una particularidad: bajo la forma de la interrogación, tiene un estilo donde siempre resulta airoso, apuntando a la coherencia del significante, es decir no pone en juego nada personal, o referencias externas, solo pregunta sobre los propios argumentos de su interlocutor.
Vinculado a esta forma, la novedad del psicoanálisis nos dice Lacan, es que algo es soportado en ley del significante, pero con un saber cuya condición es el eclipse del sujeto. Es el modo en que subsiste como cadena inconciente.
Entonces tenemos dos elementos, la ley del significante y el eclipse del sujeto, articulados en lo inconciente.
Ahora bien, todo el discurso socrático el de la episteme, del saber transparente a si mismo, no puede desarrollarse cuando se trata del amor como objeto. En este punto Lacan hace entrar un término, “diecismo” que se refiere a la división del ser primitivo redondo, la esfera irrisoria de Aristófanes. También lo asocia a, la Spaltung, la partición subjetiva. Sócrates se dieciza y hace hablar a la mujer que hay en él. El punto es que para avanzar frente el amor como objeto, la episteme tiene que dejar paso al mito.
Por medio de Diótima, de hacerse hablar por ella como nos indica Lacan, despliega el mito del amor, que señala dos claves a considerar, que en el amar está implicada a la falta y el no saber. En el mito Poros no sabe, y Penía solo tiene su falta. Entonces en el amor no hay tendencia a la armonía, y sólo hay discurso del amor donde el sujeto no sabe.
A partir de Diótima y considerando el amor en términos  de falta, ya no se trata de tener sino de ser, que es un giro radical respecto de la lógica precedente en los elogios. Justamente propone una ascensión, en volverse amado, ocupando el lugar del erastés, el que desea, pasando de erómenos en erómenos. Es el camino para volverse erómenos. En el camino o la guía que lleva hacia el objeto, se produce una sustitución donde es la guía la que pasa a ocupar el lugar del objeto. Cabe señalar que pasar de objeto en objeto, no supone uno que sea singular, cuestión que va a recibir un nuevo tratamiento con Alcibíades.

Cine: Domicilo Conyugal (1970) Dirección François Truffaut

Para ir cerrando el año, les recomiendo una joyita de F. Truffaut.



Dirección
François Truffaut
Escrita por
François Truffaut
Claude de Givray
Bernard Revon
Producción 
Les Films du Carosse
Valoria Films - París
Fida Cinematografica - Roma
Música 
Antoine Duhamel.
Fotografía 
Nestor Almendros.
Sonido 
René Levert.
Ayudante dirección 
Suzanne Schiffman.
Decorados 
Jean Mandaroux.
Montaje 
Agnès Guillemot
Yann Dedet.
Interpretación
Claude Jade - Christine Doinel Jean-Pierre Léaud - Antoine Doinel Daniel Ceccaldi - Monsieur Darbon Claire Duhamel - Madame Darbon Hiroko Berghauer - Kyoko Barbara Laage - Monique Sylvana Blasi - Silvana Daniel Boulanger - Tenor Danièle Girard - Ginette Jacques Jouanneau - Césarin Jacques Rispal - Monsieur DesboisEastmancolor 35 MILÍMETROSDuración: 100´
 


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Antoine Doinel se muda junto a su mujer Christine a un apartamento donde esperan su primer hijo. Ella da clases de violín mientras él conoce a una atractiva oriental en su trabajo, con la que emprende un nuevo romance. Unas rosas y unos papeles hacen que Christine se entere de la infidelidad rompiendo así el matrimonio. Doinel, entretanto, aprovecha para escribir su libro de memorias hasta que poco después termina la relación con la bella kyoko...
 
Filmada con el irremediable amor-odio en las relaciones de pareja que consigue Jacques Becker en "Edouard et Caroline" y el encanto de patio vecinal que plasmó Renoir en "Le Crime De Monsieur Lange", la cuarta comparecencia de Doinel continúa con el tono de comedia romántica que tan buenos resultados cosechó en su última aparición "Baisers Volés". 
El magnífico ritmo que los grandes clásicos franceses conseguían en sus películas no está muy lejos del que Truffaut alcanza con este film, adorable intento de un cineasta honesto por mostrar desde su más sincera simpatía por el que ya es su personaje por excelencia otros retazos de la vida, en este caso, la convivencia en pareja, el capricho, el hastío emocional, y los encuentros finales con la amistad y como siempre, con la ternura. 

Ahora antoine Doinel parece haberse establecido ya en su vida emocional casándose con Christine, pero en lo profesional no da señales de avance: continúa saltando de ocupaciones que van creciendo en su ridiculez. Nuestro contradictorio héroe definitivamente no es ambicioso, aunque es a él al que acuden a pedir un dinero que da gustoso, antihéroe que adora a su mujer aunque no tarda en correr tras una sofisticada oriental -encarnación exótica del capricho- consumando la infidelidad, y también es él quien pide auxilio a su despechada mujer para librarse de su aburrida amante a la que ya no soporta más. Situaciones que en manos de Truffaut cobran la dimensión de el estar contemplando emocionado la realidad, donde ningún personaje es excepcional pero todos nos sobrecogen, donde la gente habla, ríe, miente, discute, ama y se traiciona con naturalidad y acabamos por adoptarlos como lo que Truffaut pretende que sean: vecinos, amantes, amigos, neuróticos, solitarios...
 

martes, 4 de diciembre de 2012

Psicoanálisis: El Banquete de Lacan, primer encuentro.


Voy a ir subiendo los tres encuentros del trabajo en grupo de estudio sobre El Resorte del Amor, del Seminario 8


Vamos a tratar de realizar un breve recorrido por “El Resorte del Amor” y “El Banquete”, tratando de situar algunos puntos clave para abordar el amor y la transferencia.
Para comenzar, tenemos que a partir del nombrado texto de Platón, se desprende una modalidad para abordar a Eros. Como primera cuestión se lo distingue de la función  orgánica, esto es la sexualidad desplazada de los límites de la biología, de hecho la función reproductiva no es tratada en El Banquete. La procreación no entra en los elogios del amor, aunque intenten establecer la naturaleza del amor. El impulso físico cae, dando lugar al impulso de saber. Eros articula, ciencia, saber y subjetividad. No sólo el psicoanálisis toma esta vía, Michel Foucault indica que en occidente se ha generado una scientia sexuallis. De hecho este autor de una de las interpretaciones de El Banquete de Platón, señala la sustitución del impulso físico por el impulso de saber, en nuestra cultura. Inclusive como un saber silenciado.
Saber y conocimiento, racionalidad científica, suponen que en  Eros hay una verdad. Se pasa de la biología, al status científico de Eros, es decir una racionalidad, y impulso de saber. A riesgo de quedar reiterativo, tenemos que la pregunta por el amor  no plantea ningún tipo de adecuación entre los sexos, ni considera la reproducción de la especie como móvil.

Vamos a dividir el material, en tres partes siguiendo las argumentaciones del simposium:
1)     Los elogios.
2)     El discurso de Sócrates/Diótima.
3)     La entrada de Alcibíades.

Para luego realizar una reducción a dos partes:
1)     Los elogios y el discurso Sócrates/Diótima.
2)     La entrada de Alcibíades

Los elogios.

Son discursos que intentan indicar cual es la naturaleza del amor. Cada uno de los invitados, está llamado a dar su versión, a realizar su elogio del amor. Lo hacen en su propio nombre, y desde su saber. Lacan sugiere tomarlos como actas de sesiones analíticas.
Los elogios se dirigen al amor y a saber reconocerlo
Presentando en forma de un cuadro hiper reducido la sucesión de los elogios nos queda el siguiente esquema:
Fedro el amor es un dios.
Pausanías el amor es un valor
Erixímaco el amor debe ser sano, armonía
Aristófanes el amor explicado por el mito de la esfera
Agatón el amor ligado al entre dos muertes

Luego, el discurso de Sócrates/Diótima
Y la entrada de Alcibíades.

En el Seminario, Lacan va dando pistas para saber reconocer al amor. También sitúa su propia clave, que es poner en juego todo el peso de lo inconciente. Propone al amor como un significante, dimensión discursiva determinada por el lenguaje, y desarrolla la metáfora del amor. Establece como central la relación amante y amado, en términos griegos erastés y erómenos. Decíamos que está en juego toda la implicación de lo inconciente, dado que hay un no saber en juego, un sujeto eclipsado en ese punto.
 El erastés o amante, no sabe lo que le falta, y el erómenos o amado no sabe lo que tiene. Es en el encuentro entre ambos, que se produce la metáfora del amor. Para hacerlo mas claro, es en la sustitución del erastés por el erómenos que se da la metáfora del amor. La escena que lo ejemplifica es la relación entre Aquiles y Patroclo, dada la muerte de Patroclo, Aquiles se deja morir. Aquiles como nos enseña Lacan es el amante, pese a ser mas bello y mas joven. A diferencia de la situación entre Alcestes y Admeto, donde Alcestes toma el lugar de su marido ante la muerte, y se produce un beneficio, Admeto conserva la vida. En el caso de Aquiles y Patroclo, no hay ningún beneficio en juego.
La metáfora del amor introduce un cambio radical, en lugar de conocimiento y saber, hace entrar la falta y el no saber como condición. Uno no sabe lo que le falta y el otro no sabe lo que tiene, no hay ninguna reciprocidad posible. Como decíamos se articulan la falta y la nesciencia, el eclipse del sujeto, como condición.
Lacan nos dice que en un psicoanálisis, alguien viene a buscar lo que le falta y se encuentra con la realización de un deseo. Que aquello que le falta lo aprenderá como amante.

A modo de síntesis: Entonces los elogios están del lado del saber y del conocimiento, saber reconocer y valorar el amor, son pronunciados en nombre propio. Consideran el lazo entre Eros y una verdad.
Lacan hace entrar la metáfora del amor, en clave de lo inconciente y del amor como significante, dando lugar a la metáfora del amor.
La próxima continuamos con el discurso de Sócrates.



Psicoanálisis: El resorte del amor, o el Banquete de Lacan





Una estrategia para abordar tanto El Banquete como El resorte del amor que les propongo es hacer una división. Como primer movimiento, situamos  tres partes: A) los elogios del amor,
  B) el discurso de Sócrates que implica hacerse hablar por Diótima,
 y por último C) la entrada de Alcíbíades y el cambio de las reglas.

Brevemente podemos ubicar algunas coordenadas de cada parte:

A)   Los elogios, llamamos así la primer parte, se caracterizan por tratar de aclarar cual es la naturaleza del amor, y que es lo que se debe apreciar. Cada invitado al banquete, dice su discurso en clave personal y desde lo que sabe y conoce. El conocimiento implica la vía de acceso a la naturaleza del amor. Paralelamente Lacan comienza a desarrollar su metáfora con las figuras del Erastés y el Erómenos.

B)    Sócretes –cuando llega su turno- se dieciza, se divide (Spaltung) y hace hablar a Diótima, que introduce el mito del Amor cuya clave es la falta y el no saber. Propone seguir la belleza en la búsqueda de cierta perfección, y el juego erastés y erómenos. Cuando más se desea, mas deseable se vuelve quien desea. Sustituye la guía hacia el objeto de amor por la guía misma, la clave está en desear, pasar de erómenos  en erómenos.

C)    La entrada de Alcibíades, cambia las reglas ahora se elogia el otro al de al lado de la derecha. Entra el otro como objeto en el amor, cuestión novedosa. Dos cuestiones:  una el objeto en términos de agalma que es el pivote entre amor y deseo, no permutable, no intercambiable. Está en el interior, a la inversa que la belleza. El objeto es parcial, ninguna idea totalizadora. El sujeto en el amor es también nuestro objeto de deseo.

D)    La otra cuestión, es la intervención de Sócrates, que sabiéndose el erómenos de Alcibíades no responde a la demanda de este, es decir no se produce la metáfora del amor. Alcibídaes queda como erastés. En ese punto es que se produce la intervención de Sócrtes indicándole que en realidad desea a Agatón.

Bien con esta partición del texto, les propongo ahora una reducción a dos bloques: El primero agrupa, los elogios y el discurso de Diótima, y el segundo la entrada de Alcibíades. La clave de esta nueva forma de ordenar las cosas es el objeto en tanto agalma. El tomar al otro como objeto de nuestro deseo en el amor indica un giro radical. Ni en los elogios ni en Diótima surge la cuestión de agalma como centro del deseo humano.

lunes, 3 de diciembre de 2012

Cine: El lazo de Foucault con el séptimo arte


Pablo E. Chacón
En el libro "Foucault va al cine", los ensayistas franceses Patrice Maniglier y Dork Zabunyan estudian la relación que el filósofo tenía con el séptimo arte y cómo usó muchas películas -siendo espectador- para hacer avanzar diversos aspectos de sus conceptualizaciones.
El libro, publicado por la casa Nueva Visión, forma parte de la colección Claves que en ese sello dirige Hugo Vezzetti, un intelectual que supo formar parte del Club de Cultura Socialista a mediados de los 80.

En los tres volúmenes de "Dits et Ecrits" aparecen algunos de los textos que están en esta compilación, pero la mayoría estaban inéditos en castellano, algunos publicados en Tel Quel, la revista de Sollers y Kristeva, y otros en Cahiers du cinema.

Maniglier es profesor agregado en el Departamento de Filosofía de la Universidad de Essex, en Inglaterra y Zabunyan profesor agregado en Estudios Cinematográficos en la Universidad de Lille 3, en Francia.

"Es un hecho, la `cine-filosofía` está de moda (...) Este entusiasmo es masivamente dominado por una actitud que consiste en buscar en los filmes ilustraciones de tesis filosóficas", aseguran los autores.

Y agregan. "Encontraremos la caverna de Platón en la `Matrix" de los hermanos Wachowski o el psicoanálisis de Jacques Lacan en las angustias de Alfred Hitchcock".

Y apuntan: "Si el juego puede tener virtudes de entretenimiento o pedagógicas, no se ve bien lo que puede suministrar que sea realmente nuevo: los aspectos propiamente fílmicos son desdeñados en beneficio del hecho narrativo".

Para los autores es imprescindible "pensar distinto", según la frase canónica de Foucault: si en la historia del cine podrán verse películas que ilustran algunas de sus tesis sobre la locura, la enfermedad, etcétera, otra era la idea del autor de "El uso de los placeres".

"Foucault buscaba ante todo otra manera de hacer historia, una historia que sin someterse a la linealidad de una narración, tendería a poner de manifiesto `acontecimientos`", según Maniglier y Zabunyan.

Porque para él "se trataba de decir lo que estaba en el `borde` de nuestro presente, aquello de lo que eventualmente éramos contemporáneos, sin, no obstante, ser sus héroes".

El ensayista, además, hace de soporte teórico para mediados de los 70, cuando Cahiers du cinéma, impulsada por Serge Daney, Pascal Bonitzer y Serge Toubiana, empiezan a quitarse el lastre maoísta en la que había hecho entrar a la revista el mismísimo Jean-Luc Godard.

Ese punto de inflexión, del que Foucault es actor central, es la entrevista (publicada en Cahiers), titulada "Anti-Retro", donde el filósofo destroza sin piedad filmes paradigmáticos de esa época de transición hacia el cine de `qualité`, como "Lacombe Lucien", de Louis Malle, y "Portero de noche", de Liliana Cavani.

Finalmente, argumentos más sofisticados son los que usa para criticar "el amor al poder" que despliegan ciertos cineastas que se reivindican disidentes: así, critica "Saló", de Pier Paolo Pasolini, y el "Hitler", de Syberberg, encarnizándose contra "la estetización del poder".

Y haciendo las preguntas clave que un intelectual libertario debe hacer públicas: "¿Cómo amar el poder?, ¿cómo aprehender ese deseo que se tiene por el poder?, ¿qué nos hace amar lo que a la vez nos aliena y nos da el sentimiento de gozar de él?", como para terminar de una vez con la ingenuidad de que el estado es la sede de todas las opresiones, desde las clasistas a las sexuales.

Fuente: TELAM

domingo, 2 de diciembre de 2012

Cine: Al cine con Foucault


Se publican en castellano los textos que Michel Foucault escribió entre 1974 y 1982, en los que dejó plasmado su modo microfísico de pensar el cine.

Por Luis Diego Fernández

Michel Foucault no pensó el cine, quizá nunca le interesó; es más, hasta le incomodó reflexionar sobre su materia. Es extraño que uno de los mayores filósofos del siglo XX no haya pensado sobre un arte de su siglo. Pocos filósofos más hijos de su tiempo y que más esfuerzos hicieron por alejarse de las categorías del siglo XIX que Foucault. ¿Por qué el desencuentro? Gilles Deleuze dedicó dos tomos descomunales a reflexionar sobre la imagen cinematográfica, Slavoj Zizek hizo del cine su juguete de reflexión pop para llegar a exponer su pulsión lacaniana y su hegelo-marxismo desmadrado contemporáneo, Jacques Rancière vio en el espectador emancipado un elemento clave de la realidad a ser pensado. ¿Por qué no Foucault?
Es motivo de interrogación en varios analistas de la obra foucaulteana esa ausencia: el filósofo francés escribió sobre pintura y literatura profusamente. No sobre cine. Pero no hay que ser tajante: los espacios vacíos y las redes de intersticios son clave en Foucault, que es el topo filosófico; se escabulle y deja todo a la vista desde la sombra y la oscuridad. Su obra no es más que el intento logrado de mostrarnos las costuras, las luchas específicas y los conflictos de origen que nos permiten dar cuenta de que la verdad es sólo un efecto del poder. Si la verdad no existe y sólo vemos sus resonancias, sus construcciones deliberadas, entonces, el cine es un receptáculo magnífico para situar allí lo que Foucault no dudó en intentar rehuir y, sin embargo, acabó cayendo en la sala de cine.
Foucault sí pensó el cine, a su modo: microfísico, en diagonal, sin suturas, conclusiones ni grandilocuencias. En el libro de los profesores Dork Zabunyan y Patrice Maniglier, titulado de modo lacónico Foucault va al cine (Nueva Visión), tenemos ese intento de evidenciar el proyecto: dos ensayos de los citados autores y luego una recopilación inédita y por vez primera traducida de sus Dits et Ecrits, donde aparece la idea foucaulteana sobre el cine. ¿Qué escribió Foucault? Sólo fueron diez textos breves, o brevísimos, entre 1974 y 1982. Dos de ellos fueron escritos de su puño y letra, ambos publicados en Le Monde: un artículo del 16 de octubre de 1975 titulado “Hacerse los locos”, y otro llamado “Las mañanas grises de la tolerancia” (23 de marzo, 1977). Pero lo que allí dice no es muy relevante, algo de Pasolini y poco más. El resto de los textos son entrevistas, y aquí está lo sustancial, a saber: una fundamental realizada por Cahiers du cinéma (con Pascal Bonitzer, Serge Daney y Serge Toubiana), otra con Helene Cixous, una con Gerard Dupont, otra con René Féret, con P. Kané, con G. Gauthier, con B. Sobel, y, al final, un pequeño diálogo (solicitado por el propio filósofo) con el director alemán Werner Schroeter (de 1982).
Los textos aparentemente menores e intrascendentes suelen ser los centrales para desgranar o aclarar ideas nodales de la filosofía foucaulteana, máxime si son entrevistas o intervenciones periodísticas, un territorio donde el filósofo siempre se sintió a gusto, interpelando al presente (algo que ocurre con otras cuestiones clave: el poder o la sexualidad, por caso). Ahora bien, el cine, para Foucault, en principio es un modo de pensar la historia “molecular”, quizá el medio ideal. La idea de la historia de Foucault, completamente antimarxista y antihegeliana, va de suyo con el cine como medio de presentación. Foucault no cree en la libertad como una idea de completa autodeterminación de los humanos, ni en la eficacia de las grandes estructuras institucionales (el Estado). Vale decir, la fibra libertaria de Foucault tiene en el cine a ese instrumento o dispositivo mentado.
¿Qué es el cine para Foucault? Dos cosas: por un lado, es un modo de desorganizar los cuerpos (algo que también aparece en sus obras capitales: Vigilar y castigar o Historia de la sexualidad) y, por otra parte, es el espacio para visualizar esos microprocedimientos que se ven en las historias pequeñas y anónimas. El cine marca ese cambio en nosotros y el mundo. Esa historia no heroica ni épica, esa microrresistencia molecular, corporal, individual y comunitaria, en gran medida hija de los movimientos libertarios (Mayo del ’68, las insurrecciones contraculturales de California), tiene un sitio preferencial para Foucault en el séptimo arte.
¿Qué directores de cine le interesan a Foucault? El filósofo habla de los siguientes: Schroeter, Pasolini, Syberberg, Liliana Cavani, Antonioni, Duras, Jodorowsky, Allio, Malle, Billy Wilder y su Some like it hot (traducida como Una Eva y dos Adanes, con Marilyn Monroe y Tony Curtis), algo de Alain Resnais, e incluso menciona a las snuff movies. A pesar de las pocas citas, es posible leer un corpus fílmico claro: para Foucault existe una “ascesis fílmica” en esos directores y esas películas que piensa, una exploración de lo corporal desde la cámara y la fragmentación de la representación del cuerpo humano. Un cuerpo no jerárquico ni disciplinario, tal como marca en Sade, sargento del sexo (1976), una de las mejores entrevistas.
André Bazin, el gran crítico y teórico cinematográfico francés, veía en el cine una ontología de la imagen que respetaba la continuidad con la realidad, de allí su interés en el neorrealismo italiano. Gilles Deleuze, por su parte, pretendió articular una lógica conceptual inédita a partir de la idea de tiempo de Henri Bergson, que dio en llamar imagen-movimiento e imagen-tiempo, es decir, dos regímenes del cine (clásico y moderno, divididos por la posguerra) que plantearon una taxonomía increíble para pensar la representación: imagen-percepción, imagen-pulsión, imagen-afección, imagen-acción, etc. La semiótica de Christian Metz, a su vez, encaró al cine como hecho narrativo o lingüístico específico. ¿Y Foucault? Veía en el cine una forma de ascesis fílmica, visual y sonora: un ejercicio físico y espiritual. Ni herramienta técnica ni abordaje estetizante. Las preguntas foucaulteanas sobre el cine eran como diagnósticos sobre el presente. Por ello es lógico que su pensamiento en este sentido venga de entrevistas o cuasicríticas: interrogar la actualidad.
Quizá lo único que le interesó a Foucault del cine fue que se trataba de un dispositivo que tenía la aptitud para mostrar los cuerpos extirpados de su significado ordinario. El convertir a la figura humana en gestos sin soporte o voces sin cuerpo. Un medio ideal para exhibir lo anómalo de lo corporal. Disolver lo orgánico y exaltar lo menor, lo molecular y lo micro. En uno de los textos recopilados, Foucault habla enfáticamente de Saló (1975), de Pier Paolo Pasolini (basada en los 120 días de Sodoma del Marqués de Sade). Al filósofo parece impactarle, paradójicamente, la ausencia de sadismo, siendo un medio tan sádico: “Creo que no hay nada más alegórico al cine que la obra de Sade. Entre las numerosas razones, primero ésta: la meticulosidad, el ritual, la forma de ceremonia rigurosa que adoptan todas las escenas de Sade excluyen todo lo que podría ser un juego suplementario de la cámara. La menor adición, la menor supresión, el más pequeño adorno son insoportables. No hay una fantasía abierta, sino una reglamentación cuidadosamente programada. No hay lugar para una imagen. Los blancos no deben ser llenados sino por los deseos y los cuerpos”. A Foucault también le interesa mucho el film La muerte de María Malibrán (1972), de Werner Schroeter, del cual señala lo siguiente en el mismo sentido: “Hacer de una cara, de un pómulo, de los labios, de una expresión de los ojos; hacer lo que hace Schroeter con esto no tiene nada que ver con el sadismo. Se trata de una multiplicación, un brote del cuerpo, una exaltación de alguna manera autónoma de sus menores partes. Hay aquí un cuerpo anarquizado donde las jerarquías, las localizaciones y las denominaciones están en vías de deshacerse”. El cuerpo sadiano es orgánico y reglamentado, el cuerpo en Pasolini o Schroeter no lo es. En un momento se pregunta a Foucault sobre las snuff movies (supuestos filmes donde se mata a alguien frente a cámara), que aparentemente vio en New York: “Eso ya no es cine. Forma parte de los circuitos eróticos privados, que están hechos solamente para encender el deseo”. Es útil tomar a Foucault como una máquina aceitada, una gran herramienta para pensar el cine pornográfico en toda su dimensión. Es más, quizá sea la única filosofía que permita esa relación plástica, si de cuerpos y poder se trata. El porno es, en efecto, un gran dispositivo de desorganización de los cuerpos femeninos y masculinos, de los roles, de los mandos, de los intercambios y del poder de unos sobre otros.
La reflexión en torno a la política y el cine es inevitable, no sólo a partir de Sade sino desde el nazismo, allí se sitúa la palabra del film Hitler, una película sobre Alemania (1977) dirigida por Hans Jürgen Syberberg: “El film de Syberberg es un bello monstruo. Digo ‘bello’ porque es lo que más me impactó, y es tal vez lo que usted quiere decir cuando habla del carácter perverso del film. No hablo de la estética del film, de la que no conozco; él logró hacer surgir cierta belleza de esta historia sin ocultar nada de lo que tenía de sórdido, de infame, de cotidianamente abyecto”. A Foucault siempre le interesó la erotización del poder, o el poderío libidinal a toda regla. Esa relación placer/poder encuentra en sus tomos finales de la Historia de la sexualidad (tanto El uso de los placeres como La inquietud de sí, 1984) momentos de gran vuelo reflexivo, que parecen anclar su mirada sobre el cine que le interesaba.
En la entrevista titulada Antirretro (1974) que dio a los Cahiers du cinéma, marca: “Ahora, la literatura barata no es ya suficiente. Hay medios mucho más eficaces, que son la televisión y el cine. Y creo que son una manera de recodificar la memoria popular, que existe pero que no tiene ningún medio para formularse. Entonces no se muestra a la gente lo que fue, sino lo que es necesario que recuerde que fue. La memoria es un gran factor de lucha, si se tiene la memoria de la gente, se tiene su dinamismo. Y también se tiene su experiencia, su saber sobre las luchas anteriores”. Lo atinado de esta reflexión puede pasmar. Por algo todo régimen político tiende a ejercer la propaganda fílmica o televisiva como herramienta esencial, algo visible desde las películas de montaña nacionalsocialistas de Leni Riefenstahl hasta la estética kitsch del realismo socialista soviético.
El pensamiento cinematográfico de Foucault, breve, estigmatizado e incómodo (incluso para él mismo) quizá resulte más propicio que ningún otro en estos tiempos de construcción de relatos y efectos de verdad oficiales, a fin de mostrar las costuras, desbaratar las memorias binarias y maniqueas, abrir puentes y fulminar dogmas. Rodrigo Tarruella, que traficaba un pensamiento deslumbrante en sus críticas de cine, decía, con su prosa de poeta beatnik vernáculo: “Cada filmografía de un director de cine contiene una creencia en algo. Las creencias difieren y chocan, o parecen chocar. Los disparates de interpretación y apropiación desde un código único (fuere psicoanalítico, marxista o cualquier otro) indican un deseo autoritario de ignorar cuál es el motor de creencias de cada artista. Ignorar o silenciar, uno de los términos en beneficio del otro es entrar en mentiras sectarias y decir boludeces (las de ‘derecha’ y las de ‘izquierda’ son simétricas). Los poetas-cinematográficas trabajan sobre la vida: contradicciones, paradojas. Hablar y escribir sobre cine es también trabajar conviviendo con paradojas y contradicciones”. En algún sentido, el acercamiento de Foucault al cine no hace más que marcar esa imposición e imposibilidad, la visibilidad de la contradicción, sin nunca imponer. Ir al cine con Foucault habría sido una experiencia magnífica.