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martes, 2 de junio de 2015

Literarias: Lectura de Agua, de Ariel Bermani, Zona Borde, Turdera, Buenos Aires, 2015. Por Diego Timpanaro

Agradezco a Diego Timpanaro, colega y amigo por este articulo, espero que lo disfruten.


Sobre el agua.

Lectura de Agua, de Ariel Bermani, Zona Borde, Turdera, Buenos Aires, 2015.

Escribir sobre el agua, equívocamente, como bien sugería Claudia Bilotta. Escribamos sobre el agua, habrá sido la consigna inicial en una zona borde del sur, en cierto sentido, imposible como tal. Sin embargo Ariel Bermani, cual psicoanalista, no retrocede ante lo imposible; más aún, se le anima a ese imposible, mordiéndose el dedo gordo del pie derecho.
Postura imposible, si las hay, para muchos. Morderse el dedo gordo del pie derecho, para descubrirse vivo en el dolor. Y allí va Ariel Bermani, hacia los confines de la gran ciudad, regresando al Sur una vez más, para escribir un relato sólido, inquietante, y perturbador… sobre el agua.

Lo primero es lo primero. Una silla de plástico que tiene las patas traseras un poco vencidas. Un hombre cualquiera, un X, sin nombre propio, que no obstante tiene una historia en singular, que está allí, sentado solo en una silla de plástico, que tiene las patas traseras un poco vencidas.
Un hombre, que está sentado pensando en su vida, y también un hombre, que está viviendo su vida sentado, mientras el agua que no se sabe de dónde viene, va trepando por sus piernas, desde el tobillo hasta sus rodillas. El agua va subiendo su nivel en la escena, poco a poco, lentamente, pero de una manera firme y constante, como ese tiempo incalculable que va desde la noche al amanecer, ese tiempo en el que se desarrolla el relato.
Para qué sirve hablar, piensa el hombre, sentado en una silla de plástico, que tiene las patas traseras un poco vencidas. No hay forma de comunicarse, concluye X, a la nochecita, en las afueras de la ciudad, en un patio suburbano. La única comunicación es el malentendido, afirmará el protagonista, como cualquier psicoanalista criollo que se pretenda discípulo de Jacques Lacan, sentado confortablemente en el sillón de su consultorio

En la novela de Ariel Bermani podemos observar que hay una cierta y profunda relación con la dimensión de lo onírico. La vía regia hacia el conocimiento de lo inconsciente dentro de la vida anímica, afirmará Sigmund Freud. Dormitar sentado, dejarse llevar lentamente, ir entrando en el sueño, con aquello que nos va quedando del día. La duermevela y el despertar, esos momentos únicos de pasaje entre la conciencia del sueño y la conciencia de la vigilia.
Chuang Tzu soñando que es una mariposa. Una mariposa soñando que es Chuang Tzu. Jorge Luis Borges está de regreso caminando por un empedrado familiar, el de Adrogué, oliendo el aroma de los eucaliptus. Oliendo al aroma de los eucaliptus, por un empedrado familiar, Adrogué, está de regreso caminando a Borges.
Durante el sueño el agua avanza sin más, desde lo profundo de la noche, subrepticiamente, nietzscheanamente, como un vagabundeo por algunas calles donde sólo impera el abandono y la dejadez, como un pensamiento inmotivado sobre el sin sentido de la existencia humana.

Sin embargo, en ese devenir natural de la madrugada, en eso del orden de lo real que avanza de un modo inexorable, hay en la presentación de los sucesos, diversos puntos de fuga que operan según las modalidades de la resistencia. El salmón, como figura metafórica, que nada en contra de la corriente.
El nunca hizo lo que hacen todos, lo que haría cualquier hombre de barrio, cualquier muchacho de bien: agacharse al suelo, rodillas en tierra, para ver la bombacha de la maestra. Esa imagen imperecedera, que tiene la pregnancia de una imago difícil de olvidar, vuelve desde lo más profundo de su infancia: las piernas abiertas de su maestra, le siguen resultando desagradables. Espiar a la maestra rubia y joven, ver su bombacha adherida a la piel y muchos pelos alrededor, lejos de la manifestación de una proto historia de la erótica, se muestran en su tonalidad perturbadora, inaccesible, cercana al rechazo, con cierta simpatía por lo deletéreo.   

En Agua no todo es quietud. Hay un momento en el que el protagonista se decide a ver qué pasa afuera. Fuera de su casa, fuera del mundo, fuera de sí. Se incorpora de la silla de plástico que tiene las patas traseras un poco vencidas, donde estaba sentado, y chapoteando en el agua que le llega a los tobillos, entra a la cocina de su casa. Se encuentra, en medio de un tiempo que transcurre densamente, con la vasija que contiene las cenizas de sus padres.
Piensa que todo es una reverenda pelotudez, y se las traga. Se traga las cenizas de sus padres, el resto, todo lo que materialmente ha quedado de ellos. Como dice Jacques Derrida, en La difunta ceniza: Entiendo que la ceniza no es nada que esté en el mundo, nada que reste como un ente. Es el ser, más bien, que hay... resto impronunciable para hacer posible el decir a pesar de que no es nada. 

A propósito de Agua, dirá Enrique Decarli, en una Novela Esotérica, que el otro no existe, sino en una dimensión fantasmagórica. Y nuevamente, en una lectura otra, nos encontramos con afirmaciones psicoanalíticas, bien lacanianas por demás. En efecto, si algo se puede escribir sobre Agua, es que nos encontraremos con la traza sutil de la letra de un sujeto y también, por otra parte, con  su deseo.
Para decirlo mejor, con lo que queda de su deseo, cuando ese marco que llamamos fantasma – que es del orden de una dimensión fantasmagórica -, aquello que lo sostiene en el mundo, se resquebraja por el lado de lo irreal, como un agua que sube de modo paulatino, sin saber de dónde viene. 

A medida que va amaneciendo, en verdad, un nuevo mundo se configura, donde muy tranquilamente, yo escucho que podría estar sonando Estaba en llamas cuando me acosté:
La noticia apareció en un periódico sensacionalista, decía simplemente que se había producido un incendio.
Después de llegar los bomberos, la policía, la prensa, rescatar al hombre, apagar el fuego, le hicieron la pregunta obvia:
¿Cómo se inició el incendio?
No sé...Estaba en llamas cuando me acosté.
Say no more.




Diego Timpanaro,
Mayo de 2015.



domingo, 2 de noviembre de 2014

Literarias: La piel del Caballo por Diego Timpanaro

El río que me enseñó las caricias. Notas de lectura de La piel de caballo, de Ricardo Zelarayán.

Ya era noche cerrada cuando bajamos al recreo, iluminado y casi vacío. En la pista de baile solitaria resonaba “El pollo Ricardo”, tironeado por D’Arienzo, que rebotaba en los árboles. Lindo el eco, ¿no?, pensé distraído, siempre a la deriva de muchos pensamientos entrecruzándose interminablemente con recuerdos… La piel de caballo, ¡bah!

1- La piel de caballo es una novela, editada en Buenos Aires, por la editorial Catálogos, por vez primera en 1986, y re-editada por Adriana Hidalgo, en 1999. Su historia indica que fue escrita, entre diciembre de 1974 y enero de 1975, quizás como producto de una crisis de variada índole, siendo publicada 11 años después, en 1986 en Catálogos. Re-editada 13 años luego, por Adriana Hidalgo y con un prólogo del mismo Ricardo Zelarayán, donde dice que todavía nadie se animó a decir que es una novela mala.

2- Yo la leo en un campo abierto, a la vera de la ruta, cerca de un lugar llamado Trenque Lauquén. Luego del paso de una gran tormenta, con un tornado que ha volado todo; casi cuarenta años después de escrita, en una tarde de días que se quieren de primavera. Tal vez, será que nací al lado de un río, que el tono del relato me suena familiar, entrañable, cercano, aún con esa distancia de la cosa escrita hace tiempo ya, en otro mundo, en otra cosmogonía, en otro Buenos Aires.
Será que conozco alguna manzana loca de la calle Reconquista; un kiosco perdido ubicado por Barracas, el olor de la sándia y la frescura de su jugo en la boca, en una tardecita de verano; el temblor de una mujer bien dispuesta en el banco de una plaza, el vino de la costa que se hacía en Sarandí. Será que pueden escucharse distintas voces: las porteñas; todas las que vinieron del litoral, bajando por los ríos, desde la tierra guaraní; las de pampa adentro hasta las serranías puntanas; giros tucumanos, cadencias salteñas; y también gallegos, irlandeses, italianos, turcos, alemanes, hablando en sus lenguas, proponiendo sus realidades; diciendo un decir, del original palo de la argentinidad.
Aparecen de soslayo, dibujadas en un suave lápiz negro sobre papel, con sus diferentes matices, las terminales de Retiro, de Once y de Constitución. Se siente la inhalación y la exhalación de una respiración profunda, sincera, argentina.

3- En el primer número de la revista Literal (Buenos Aires, ediciones Noé, noviembre de 1973), puede leerse en Tramar de las palabras, una lectura sobre La obsesión del espacio, el primer libro de poemas editado por Ricardo Zelarayán, que le hiciera publicar Norberto Soares en 1972, por Corregidor. Ese Tramar de las palabras no está firmado por un autor en singular, sino por esa pluralidad colectiva llamada Literal. Si bien esa modalidad de la autoría podría desatar una intriga novedosa en ese Buenos Aires, ya era un recurso repetido en aquel París: basta ir a ver a Bourbaki, y a Scilicet, por ejemplo. La vanguardia es así, afirmaría un tal Carlos Alberto García Moreno, con sus uñas pintadas de negro en NYC.
Conjeturamos que por el epígrafe de Ky Fan y por algunas referencias a las determinaciones de lo inconsciente y a la lectura en relación al deseo, quien lo habría escrito es algún psicoanalista en germen. Este dirá que: Zelarayán podría suscribir la siguiente declaración de Gombrowicz: quiero disminuir en algo la inmensidad de las hojas en blanco que me asustan.
Qué porteño nyc- nacido y criado en la jungla de cemento no se ha asustado ante la inmensidad de una salina (no haremos mención de algún misterio, que ya no explica nada); qué especie de entrerriano hasta la muerte, no se ha asustado ante el espacio infinito de la pampa, qué clase de provinciano marginal y músico fracasado no se ha asustado ante una hoja en blanco, por más afrancesado que parezca.

4- Hablando de ríos y de geografía, va una conversa entre criollos en el río Cuarto, Córdoba, publicada el 22 de mayo de 1975.
Entonces, leo, recorto, copio y pego:
- Ricardo Zelarayán: ¿Y cuándo va a sacar Caterva, de la cual me han hablado tanto?
- Juan Filloy: Bueno, la tiene que sacar Paidós. Caterva es una novela estuario que publiqué en 1939. Estuario porque avanza como un río. En una conferencia que di en Mendoza sobre novelística hice una distinción que me parece muy atinada sobre la diferencia entre el cuento, el relato y la novela. El cuento es dibujístico, es una línea, no tiene que tener adornos.
- Ricardo Zelarayán: Es decir que el cuento sería para usted puramente lineal.
- Juan Filloy: Lineal, es claro. Utilizando una metáfora, un símil, yo lo comparo a los arroyos nuestros. Salen, hacen unos cuantos firuletes y desaparecen. Después está el riacho, que es muy distinto. El riacho pampeano, por ejemplo, va apaciblemente por los pequeños desniveles de la llanura y se remansa en ciertos lugares. Eso es más bien un relato. La novela, en cambio, es un río. 

5- Hoy hay una fuerte sudestada en el río sin orillas, como dice Juan José Saer, así que ya que estamos desbordados, me animo por mi cuenta, con una suerte de literal:
- Che Dotor Lopez, sentime un poco… cómo va papú, mirá esta esclamación mirá, igual de última no te calenté conmigo, (aúra too podes escribir así):
- ¡No te me llevés la putita, no te me la llevés, taquero matero, cachaco tripa verde!
- Me gustó, por eso te la digo, es de uno… escritor… Selarrayanes se llama. Ya que estás, vó que te mudaste pal centro y capá que lo vés, avisale al Topo, ese que siempre está con el delantal blanco, que un correntino nunca es un paragüa, que no boqueé al pedo, porque lo van a defigurar.
- ¡Vicuña! ¡Sos vos, tape´e mierda! ¡Traidor! ¡Vení mierda que te vua´cer cagar, vení maula!
- Jajaja!!! Che sabé que casi se me pianta decirte Dotor Lopez, hay uno que es paisano nuestro… será de Dios… puta cómo se llamaba… ah sí, el Vega… no te acordás? ...ese que laburaba en el mercado…. güeno, largó todo me dijo la vieja, es escritor aúra… che por acá dicen que es pueta, que vive en Alemania, que se trinca a todas las rubias de allá, será de Dios carajo? ...hasta se cambió de nombre… Uayinton Cocurto, sí, sí, pero al boludo le dicen Cucú, y hasta hace de Macaya Marque por la tele… mira a los demás jugar al fulbo…  

6- No creo en la poesía cantada ni recitada… La poesía debe leerse. La única poesía que no se lee es la de los actos y las palabras que no se proponen ser poéticas. En fin, el lenguaje es para mí la única realidad. Esto no es ninguna novedad, es una simple afirmación. Si la realidad está en alguna parte, está en el lenguaje. La primera tarea del hablado por la poesía ha sido nombrar las cosas, las cosas que no son las cosas sin las palabras. Pienso que el realmente hablado por la poesía es el que sigue y seguirá nombrando las cosas, es decir cambiándolas, transformándolas continuamente. La poesía es renovación, subversión permanente.
Obseso de los espacios, medio tucumano y salteño en Buenos Aires, perdido en la nada de la inmensidad de un desierto de sal, montando a pelo seco y en silencio, con las verijas heridas sobre la piel de un caballo, entre mate y mate amargo, con moscas zumbando alrededor, en conversaciones de viejos borrachines de pueblo, Ricardo Zelarayán, el hombre amigo de sus amigos, se rebela poeta y subversivo hasta el fin, nombrando las cosas, creando realidades, como cualquier parletre, aún escribiendo “una novela mala”.

7- Al final, encuentro algo así como el inicio de un pensamiento: en esta aventura, a veces, se dan esos cuadros de doble entrada, ciertas modalidades, donde la dimensión del tiempo queda en intermitencia, cuando la interceptación de la historia se hace presente, y en las lecturas de hoy desde el ayer, en las relecturas de algo leído, habría sido posible una nueva escritura, vanos intentos por darle lugar a algo que aun resta por decir. Es que hay una afirmación interesante, en una conversación entre Mario Pujó y Jorge Alemán, que me sigue desde hace un tiempo, en estos últimos tiempos:
“Los setenta son nuestro resto heterogéneo que ninguna categoría narrativa puede reabsorber definitivamente; es el conflicto de nuestras interpretaciones, es donde se pone a prueba el modo de concebir nuestra historia, su condición traumática hace obstáculo a los intentos de reabsorber el asunto a través de meras estrategias retóricas… No obstante en la apuesta por las lecturas de aquellos años, está en juego la transformación del discurso político en el futuro argentino.”
(Doble entrada a la referencia publicada, con el título de Variantes de la diseminación argentina: en, Psicoanálisis y el hospital, N º 28 Los sueños, Buenos Aires, Ediciones del Seminario, 2005; y en, El porvenir del inconsciente. Filosofía/política/época del psicoanálisis, Buenos Aires, Grama Ediciones, 2006.) 

8- Despertar sin saber bien qué sucedió la última noche, caminar sin rumbo al amanecer por el Docke, volviendo para casa; oler que muy cerca hay un yuyal que termina en el río, ver en medio de un potrero un arco pintado de blanco que se va oxidando, poco a poco; percibir que en un momento alguien se para de manos en un aguante, sentir las moscas sobre la piel de caballo, una piel naturalmente sísmica, aquilombada, como la vida. Si total a fin de cuentas, cada persona tiene su propio discurso permanente, un río perenne y subterráneo que constantemente amenaza desbordarse, como dice el poeta.




Diego Timpanaro,
2 de noviembre de 2014.













sábado, 19 de julio de 2014

Literarias: Asir



Era una noche de luna llena, una clara noche estrellada de agosto.
El monoambiente era completamente blanco, con sus làmparas de botellones reciclados en flores verdes, incoloras y azules.
Todo era prìstino, casi irrealmente limpio.
El departamento olia a un aseo desmesurado, desesperado por la pulcritud.
Desde el balcòn podìa verse el estallido nòctàmbulo de los astros suspendidos.
La atmòsfera parecia mecerse sobre las olas de Alfonsina, al son del acuàtico sonido de "The big Blue".
El futòn de guatambù relucìa con sus sàbanas blancas, junto a la pared norte.
Ella asiò el futòn del lado opuesto al muro y lo corriò hacia el centro del monoambiente, de tal manera que el ventanal dejaba ver en el centro, el dije redondo que lo iluminaba todo.
El la mirò, con ojos emocionados y le dijo, suavemente:  "Vos creiste que corrìas la cama para ver la luna y yo sentì que movìas mi universo".



                                                                       Marìa Eugenia Ramos
                                                                     Buenos Aires, 07 07 2014

Literarias: Fuga


Creyò abandonarlo, que huia hacia la tranquilidad de la soledad reflexiva.
Pero sòlo corriò por su vida.
Una y otra vez la llamaba, le preguntaba què estaba haciendo.
Los domingos, cuando ella buscaba el refugio de su casa, donde pensar tranquila, èl daba vueltas en la suya, como un  lobo enjaulado, planeando còmo atrapar a su presa.
De tanto en tanto la llamaba y le preguntaba: "Què estàs haciendo?".
"Pensando", contestaba ella, por no inventar algo.
Empezò a sentirse sumergida en el suplicio de la elecciòn entre la soledad y un amor siniestro.
Pero sin saber còmo, de repente, rodando entre adoquines, sintiò desatarse las cinchas y a galope de pedal recuperò el vuelo.

                                                                                 Marìa Eugenia Ramos
                                                                               Buenos Aires, 07 07 2014

martes, 22 de abril de 2014

La sublimación de los “grones”

                                                                                                                                                                            
                                                                                                                                                                                  Por Abel Langer
                                                      Los negros, pardos, morochos, gronchos, negroides – “la negrada”: “los peronchos” - son objeto rechazado, objeto repudiado de las clases altas y medias blancas por el color de su piel, por ser lo que desde la piel marca a quien la porta, a unos y a otros: una diferencia a “ojos vista”, pero en ese rechazo se articulan una serie de mociones que se expresan y que recorren una amplia gama (de colores), que va desde la envidia a la discriminación racial llamada comúnmente racismo y que se verifica desde la primigenia conquista de América: El exterminio que acarreó la conquista significó un genocidio de entre 70 a 90 millones de habitantes s eg ún diferentes autores, desde Darcy Ribeiro (“Las Américas y la civilización”) a Eduardo Galeano (“Las venas abiertas de América Latina”)  llegando a  Tzvetan Todorov (“La conquista de América: el problema del otro”).
                                                      El rechazo a lo diferente que aquí, entre nosotros los argentinos (“argentum: plata”), ocupa esa franja de la población que porta un color de piel oscura y que la imaginería denominada “pureza” de la raza, es decir la gente que porta piel de color blanco, no soporta, (tengamos en cuenta que l a cultura que Europa impone a América el blanco simbolizó siempre la pureza, lo inmaculado, lo impoluto, lo no corrompido de la carne y por la carne) pero… ¿qué es lo que produce esta diferencia y como y por qué caminos se expresa?: se expresa primeramente en atributos que asumen el carácter negativo puesto que estas personas estarían  pregnadas de vagancia, no poseen afición por el trabajo, son proclives a la deambulación y al nomadismo, no tendrían la capacidad de adaptarse a los adelantos que le brindaría la civilización, la técnica, la ciencia, y…etc., etc. : resumiendo: son los “gauchos mal entretenidos” de la “barbarie” sarmientina, los que disolverían la “esencia nacional” del fin de siglo XIX y de la Patagonia trágica, el “aluvión zoológico” del cipayaje  radical y gorila de los años ’40 y ’50.
Sería esta negatividad a lo que le ofrecería la �=Ccivilización” y el rechazo a estos, sus valorados atributos, que justificaría el repudio de amplios sectores de las capas medias y altas de la población y aquí es donde vemos aparecer un problema que redobla el rechazo y es que se acompaña con el temor y el miedo que se expresa en las frases acerca de la amenaza que representa la inseguridad: aquellos, los que portan una piel de color diferente – oscuro (por ahora) - son más en cantidad y siempre fueron más y con el paso del tiempo seguirán siendo aún muchos más y no sólo porque siempre, para que haya ricos debe haber pobres y cuanto más riquezas acumula una elite o una clase social más pobres habrá – de algún lado debe extraerse la plusvalía – sino, y particularmente porque los “negros” … se REPRODUCEN, PROCREAN y COPULAN (sic) a más y mejor como se escuchó decir a algunas de las personas que participaron de los recientes cacerolazos “antik”: es decir que para “reproducirse y procrear” COGEN y esta sería una de las razones que encuentra un argumento que en el plano simbólico permite hacer lazo social y es en relación con el tema “seguridad”: miedos y temores porq ue estos amplios sectores de clase media y alta se sienten inseguros: ya no están solos, se los “invade” (de nuestro interior profundo a lo que se agregan bolivianos, paraguayos, peruanos, chinos, coreanos, nigerianos, etc.): hay más población de colores diferentes que, al ampliarse las posibilidades de trabajo y de solventar sus gastos, se acercan al espacio de circulación de las capas medias y que hace que éstas se sientan “inseguras” a lo que debemos agregar que estas gentes –estos diferentes – “copulan” y se “reproducen”. Viven mejor, y transitan por diferentes ámbitos de la polis, comen, se educan, viajan, tienen acceso a la moderna tecnología y a la posibilidad de aumentar sus derechos ciudadanos y estos cuidados y derechos se amplían a sus hijas e hijos
Si señores: los negros y las n= egras, los pardos y parditas, los mulatos y mulatas, los gronchos de todo color y pelaje, los “perucas” cogen, gozan y subliman en los hijos: “sutil venganza”  de “Él” dirá el diablo a su imposibilidad de tener un hijo; ni hijo ni padre, solo, dirá en una segunda escena de “Nazareno Cruz y el lobo” de Leonardo Favio
Sublimar teniendo hijos: verdadera banda de Moebius de goce carnal-sexual y parición de descendencia que portará lenguaje significante
< font face="Arial" size="4">Negros, pardos, zambos, parditas, morochas, mulatos, morochos, negras, mulatas, negroides cogen a mas y mejor y como consecuencia gozan sexualmente – se “corrompen” en la carne y con la carne - y se reproducen en hijos – “copulan y procrean” decía una mujer “blanca, pura e impoluta” - como los sujetos de piel blanca NO lo pueden hacer: basta con mirar la cara sufriente e indignada de los y las manifestantes del 8N y unido con esto y, como lógica consecuencia, estos “negros de mierda” de tanto gozar sexualmente…tienen hijos y más, muchos más hijos que las blanquitas clases medias que se sienten realmente amenazadas ante la “invasión” en donde esta “gentuza” se les mete por todos lados y por si esto fuera poco…no se mueren a corto plazo dado que puede aparecer un estado, por ahora, medianamente protector y, en el horizonte, una posibilidad de mejor vida y sobrevida: ¡basta de AUH y de subsidios!(¿?) claman los “ofendidos” y amenazados
.
Recordar que en la década del 90’ morían de hambre, subalimentación y de patologías conexas alrededor de 40.000 niños por año en la Argentina (informe de UNESCO) y que en el 2008, durante la crisis con la patronal del campo, se tiraron miles de litros de leche y de pollos que murieron por no llegarles alimentos, costumbre ésta, la de arrojar alimentos, que se repite año tras año (Y el diablo utiliza al lobizón para negociar con Dios porque está solo y cansado de hacer el mal: nuevamente Favio: Nazareno…)
Es decir que los repudiados, rechazados, marginados, superexplotados y vilipendiados no sufren de constipación vaginal ni peneana
Cogen y no se les acaba el mundo sino que “amenazan” con acabar ellos y sus hijos con el mundo de la áurea blancura perfecta y de la inseminación artificial y forzada: ésta es la “amenaza” que los torna inseguros a los impolutos y ésta es la “inseguridad” que angustia y temen  las clases dominantes

miércoles, 1 de enero de 2014

Literatura y psicoanálisis: VERDADERA FOGWILL.

Mi colega y amigo Diego Timpanaro me envió este material que comparto con ustedes. Espero les guste.



Lectura de Buenos, limpios y lindos, de Vera Fogwill, Seix Barral, Buenos Aires, 2013.  

En principio, no me atraía el título; tal vez algo, un poco más, el arte de tapa. Femenino, mortífero, enigmático. Había allí algo más, que una asociación con la fiesta mexicana del 1º de noviembre, que me llamaba poderosamente la atención. Brutti, sporchi e cattivi, el memorable film de Ettore Scola, solo hace de contrapunto romano grotesco (probablemente a los fines editoriales) a las historias narradas pacientemente por Vera Fogwill, en su primera novela publicada.
Historias que contienen profundas historias, concebidas por la obra y la gracia de una joven mujer que está detenida - sabiendo sobre la verdad, a secas - en un tiempo real out of the time, que va entre la vida y la muerte. Vidas que van corriendo en paralelo, sin esconder la singularidad trágica que atraviesa a cada una de ellas. Vidas que se van cruzando en el camino, entrelazando la trama de esa ciudad llamada Buenos Aires, la ciudad de la furia. Vidas que se van viviendo en ese transcurrir del mundo de hoy, donde ciertamente se escucha cada vez menos humanidad y cada vez más canción animal. Una época de crueldad expuesta sin velos a cielo abierto; un mundo perverso, más allá de las versiones del padre de hoy, que se anuda a insólitas teorías sobre el devenir humano, que no hace más que errar en una repetida errancia, sin fin y sin sentido. 
Por suerte, está el deseo, diría el psicoanalista. Por suerte, en toda la novela de cabo a rabo, también está lo que Vera Fogwill denomina, el impulso. “El motivo” (como el título del tango), es lo único que nos mantiene vivos. En esos breves ensayos sobre la vida, Nadia, Alma, Raymundo, Jonhatan, Sonia, Diosnel, y todos los corifeos que relanzan el relato, conjugan sus deseos con el verbo de la intensidad de lo vivido, de cierta fiebre vital, en la que muy tranquilamente podrían llegar a decir: todos morimos de vivir.
En esos abismos donde todo puede pasar, muy porteña y tan global, la vida es una herida absurda, aunque no por eso dejan de producirse los encuentros. La tyche, el encuentro con lo real, eso que hace que la vida cambie de una vez y para siempre, toma diversas modalidades narrativas. Como un vómito surgido súbitamente de la entraña; como la contemplación de una sabia guaraní en medio de su rezo; como esos signos que se nos presentan para ser leídos, hay en Buenos, limpios y lindos una voracidad que se juega hasta el límite, un exceso que nunca se detiene, una crudeza impar que se siente en el cuerpo, tal como una pulsión realizando su recorrido. Great power of panocha, la femineidad se pone bien al palo, para el fantasmal terror varonil: bellas vaginas dentadas que todo lo succionan y sin más se lo comen.
Volviendo al deseo en estos tiempos, Vera Fogwill lo concibe como el único lugar que nos queda de privacidad, eso íntimo, únicamente propio, allí donde se puede ser algo; un espacio al que se llega habiendo sufrido, luego de haber pasado por otros. Por los padres y las familias, por los partenaires y la sexualidad, por el mundo y el trabajo.
De la dimensión de lo real, quedaría por investigar sobre lo que se nos impone en la conciencia, eso que a veces, nos viene todo el tiempo, más allá de nosotros mismos, que nos conmueve, que definitivamente nos despierta, como le sucede a la narradora con los flashes de las vidas de los otros. Como esa película de nuestra vida, según dicen, que se ve antes de morir, también las canciones de Gustavo Cerati se le vienen a la protagonista, despertándola en medio de la madrugada, llevándola sin escalas a otros mundos. Los sueños, la telepatía, el orden de lo oculto, hoy no gozan de buena prensa entre los psicoanalistas, pero son hechos que tanto Freud como Lacan intentaron articular a nuestra experiencia psy/spy.
La novela de Vera Fogwill, concluye con un agradecimiento especial a su padre, quien aún sigue, sin intención, enseñándole a pensar. En la lectura descubrí dónde me encontré concernido: toda la gente se transforma en otra y reencarna en sí misma cuando alguien muere. Porque también de alguna manera murieron. Quique nació en Quilmes; Orlando murió en Quilmes; ambos tenían la piel blanca y los ojos celestes, y fueron buenos, limpios y lindos.   


Diego Timpanaro.
Diciembre 2013.


  




sábado, 18 de mayo de 2013

Literarias: Memoria del Fuego



  
  • No te amo más, Clarice Lispector
    (Leer también de abajo hacia arriba)

    No te amo más
    mentiría diciendo
    que todavía te quiero como siempre
    te quise,
    tengo la certeza que
    nada fue en vano
    siento dentro de mí que
    tú no significas nada para mí
    no podría decir jamás que
    alimento un gran amor
    siento cada vez más que
    yo te olvidé
    y jamás usaré la frase
    yo te amo,
    lo siento pero debo decirte la verdad
    es muy tarde.

viernes, 26 de abril de 2013

Literarias: Umberto Eco: "Internet es un mundo salvaje y nocivo"








01/07/2012Por Luis Antonio Giron




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Umberto Eco: "Internet es un mundo salvaje y nocivo"






Umberto Eco vive con su mujer en un dúplex de un edificio antiguo, justo enfrente del castillo Sforzesco, el punto turístico más vistoso de Milán. «Me despierto todos los días ante el Renacimiento», dice Eco. Esta enorme fortificación que se alza ante sus ventanas fue inaugurada por el duque Francisco Sforza en el siglo XV y siempre está abarrotada de turistas. Ante ella vive el intelectual y novelista más famoso de Italia.


Uno de los pisos de Eco está dedicado al despacho y a la biblioteca. Cuatro salas repletas de libros, divididas por temas y por autores. La sala donde trabaja es pequeña. Abriga lo que él llama «ala de las ciencias prohibidas», como ocultismo, sociedades secretas, esoterismo y brujería. Allí se encuentran las fuentes de las novelas más populares de Eco: El nombre de la rosa (1980), El péndulo de Foucault (1988), La isla del día de antes (1994), Baudolino (2000), La misteriosa llama de la reina Loana (2004) o El cementerio de Praga. Publicada en 2010, esta última desató una gran polémica por abordar de forma humorística un asunto tremendamente serio: la aparición del antisemitismo en Europa. Por motivos diversos protestaron la Iglesia católica y el rabino de Roma. La primera porque Eco ridiculizaba a los jesuitas («son masones con faldas», dice el personaje principal, el odioso escribano Simone Simonini). El segundo porque estimaba que las teorías conspiratorias forjadas durante el siglo XIX podrían generar una ola de odio hacia los judíos.


Desde el inicio de su carrera, allá por 1962, con el ensayo estético Obra abierta, Eco siempre ha buscado provocar este tipo de reacciones. Incluso a sus 80 años recién cumplidos, no parece haber perdido el gusto por el ruido.


XLSemanal. ¿Cómo se siente usted al cumplir los 80 años?


Umberto Eco. ¡Mucho más viejo! [Se ríe]. Nos vamos convirtiendo en gente importante con la edad, pero lo cierto es que no me siento ni importante ni viejo. No puedo quejarme de llevar una vida rutinaria. Mi vida es muy agitada.


XL. Sigue plenamente activo...


U.E. Todavía mantengo una cátedra en el departamento de Semiótica y Comunicación de la Universidad de Bolonia y continúo orientando a doctorandos y posdoctorandos. Doy conferencias por todo el mundo. Acabo de regresar de una megaexcursión por Estados Unidos. Casi me costó un brazo. Sufro tendinitis de firmar tanto autógrafo en libros.


XL. Usted ha sido siempre uno de los más acérrimos defensores del libro en papel. Mantiene la tesis de que el libro nunca desaparecerá. Pese a la progresiva popularización de los lectores digitales y las tabletas, ¿mantiene la misma convicción sobre el futuro del papel?


U.E. Soy coleccionista de libros. Defendí la supervivencia del libro junto con Jean-Claude Carrière en el volumen Nadie acabará con los libros. Lo escribimos por motivos estéticos y gnoseológicos [relativos al conocimiento]. El libro sigue siendo el medio ideal para aprender. No necesita electricidad y puedes subrayar todo lo que te parezca. Considerábamos imposible leer textos en el monitor de un ordenador. Pero de eso hace ya unos dos años...


XL. ¿Es que ha cambiado de opinión?


U.E. En mi último viaje por Estados Unidos tenía que llevar conmigo 20 libros y mi brazo no estaba para muchos trotes. Por eso acabé por comprarme un iPad. Fue útil para transportar tantos volúmenes. Empecé a leer con el aparato ese y no me pareció tan malo. De hecho, me encantó. Así que ahora leo mucho con el iPad, ¿se lo puede creer? Pues sí. Incluso así, creo que las tabletas y los e-books sirven más como auxiliares de lectura. Son más prácticos para el entretenimiento que para el estudio. Me gusta subrayar y escribir notas, interferir en las páginas de un libro. Eso todavía no es posible con una tableta.


XL. A pesar de su vertiginosa evolución, ¿ve usted Internet como un peligro para el saber?


U.E. Internet no selecciona la información. Hay de todo por ahí. La Wikipedia presta un antiservicio al internauta. El otro día publicaron algunos chismes sobre mí y no me quedó más remedio que intervenir y corregir varios errores y absurdos. Internet todavía es un mundo salvaje y peligroso. Todo surge ahí sin jerarquía. La inmensa cantidad de cosas que circulan por la Red es mucho peor que la falta de información. El exceso de información provoca la amnesia. Demasiada información hace mal. Cuando no recordamos lo que aprendemos, acabamos pareciéndonos a los animales. Conocer es cortar y seleccionar.


XL. Sin embargo, reconocerá que, gracias a Internet, el conocimiento se hace más accesible.


U.E. Sí, eso es cierto. Si uno sabe qué sitios y bancos de datos son de confianza, entonces sí, tendrás acceso al conocimiento. Ahora bien: usted y yo, que gozamos de cierta riqueza de conocimientos, podemos aprovechar mejor Internet que aquel pobre señor que está comprando salami en la charcutería de ahí enfrente. En ese sentido, la televisión era útil para el ignorante, porque seleccionaba la información que él podría precisar, aunque fuera información estúpida. Internet es un peligro para el ignorante porque no filtra nada. Solo es buena para quien ya conoce y sabe dónde está el conocimiento. A largo plazo, el resultado pedagógico será dramático. Veremos multitudes de ignorantes usando Internet para las estupideces más diversas: juegos, conversaciones banales y búsqueda de noticias irrelevantes.


XL. ¿Existe alguna solución para que no nos aturda el exceso de información?


U.E. Sería necesario crear una teoría sobre el filtraje de la información. Una disciplina que fuera práctica, basada en la experimentación cotidiana con Internet. Ahí queda una sugerencia para las universidades: elaborar una teoría y una herramienta del filtro que funcione por el bien del conocimiento. Conocer es filtrar.


XL. ¿Ya está pensando en su nueva novela?


U.E. Vamos con calma. No tengo mucho tiempo para ficción en este momento. La verdad, quiero ocuparme ahora de mi autobiografía intelectual. La Library of Living Philosophers, una institución norteamericana, me invitó a revisar mi trayecto filosófico. Es una propuesta que me llena de orgullo porque pasaré a formar parte de un proyecto que incluye a John Dewey, Jean-Paul Sartre y Richard Rorty, aunque en realidad yo no soy un filósofo. Desde 1939, el instituto invita a un pensador vivo a relatar su recorrido intelectual en un libro. El volumen incluye ensayos de varios especialistas sobre los diversos aspectos de la obra del invitado. Al final, este responde a las dudas y a las críticas que se han recogido. El desafío es sistematizar de una forma lógica todo lo que he hecho hasta hoy.


XL. Se antoja una tarea ingente. ¿Cómo se las apañará para lidiar con todas las facetas de su trabajo?


U.E. He comenzado por mi interés constante, desde los comienzos de mi carrera, por la Edad Media y las novelas de Alessandro Manzoni. Después vinieron la semiótica, la teoría de la comunicación, la filosofía del lenguaje. Y está también el lado prohibido, el de la teoría ocultista, que siempre me ha fascinado. Tanto que poseo una biblioteca dedicada en exclusiva al tema. Adoro todo lo que rodea a lo falso. De hecho fue así, recogiendo montones de teorías extrañas, como llegué a la idea de escribir El cementerio de Praga.


XL. Entre esas teorías destaca Los protocolos de los sabios de Sion, el libelo antisemita que habla de una supuesta conspiración judía para controlar el mundo. ¿Cómo llegó a meterse tan a fondo en un documento tan controvertido para crear ficción?


U.E. Yo quería investigar la razón que llevó a los europeos civilizados a esforzarse por construir enemigos invisibles en el siglo XIX. El enemigo siempre figura como una especie de monstruo: tiene que ser repugnante, feo y maloliente. De algún modo, lo que causa repulsa en el enemigo es algo que forma parte de nosotros mismos. Es esa la ambivalencia que perseguí en El cementerio de Praga. Nada más ejemplar que la elaboración de las teorías antisemitas que acabarían por desembocar en el nazismo del siglo XX.Investigando constaté que el antisemitismo tiene una raíz religiosa, luego deriva hacia un discurso de izquierda y, finalmente, da un giro hacia la derecha para convertirse en la prioridad de la ideología nacionalsocialista.


XL. Sin embargo, el origen del antisemitismo es muy anterior...


U.E. Arrancó en la Edad Media a partir de una visión cristiana y religiosa. Los judíos eran estigmatizados como los asesinos de Jesús. Esa visión llegó a apogeo con Lutero. Él predicaba a favor de que los judíos fueran prohibidos. Los jesuitas también jugaron su papel en todo esto. En el siglo XIX, los judíos aparentemente integrados en Europa comenzaron a ser satanizados por su riqueza. La familia de banqueros Rothschild, establecida en París, se convirtió en el blanco del rencor social y de los predicadores del socialismo. Descubrí los textos de Leo Taxil, discípulo del socialista utópico Fourier. Él inauguró una serie de teorías sobre la conspiración judaica y capitalista internacional que daría como resultado Los protocolos de los sabios de Sion, texto forjado en el año 1897 por la policía secreta del zar Nicolás II.


XL. El antihéroe de El cementerio de Praga Simone Simonini es antisemita, anticlerical, anticapitalista y anticomunista. ¿Cómo ideó a alguien tan abominable?


U.E. Los críticos dijeron que Simonini es el personaje más horroroso de la literatura de todos los tiempos, y no me queda más remedio que darles la razón. También es muy divertido. Sus excesos provocan tanto la risa como la rabia.


XL. Además de falsificador, Simonini es un gourmet. ¿Es un reflejo de sus gustos personales?


U.E. ¡Yo soy de McDonald's! Nunca me preocupó mucho la comida. Busqué recetas antiguas con el objetivo de causar repugnancia en el lector. La gastronomía es un elemento negativo en la composición del personaje. Cuando Simonini discurre sobre platos exquisitos, la intención es que al lector se le revuelva el estómago.


XL. Philip Roth dice que la literatura ha muerto. ¿Qué opina usted?


U.E. Roth es un gran escritor. Si seguimos contando con autores de su talla, seguro que a la literatura le queda mucha vida por delante. Él publica una buena novela casi por año. No me parece que ni la novela ni el propio Roth pretendan interrumpir su carrera [se ríe].


XL. ¿Defiende, entonces, la vigencia absoluta de la novela?


U.E. Escribir ficción sigue teniendo todo el sentido del mundo. Ha habido un retroceso, eso sí, hacia la narrativa lineal y clásica. Yo comencé a escribir ficción, precisamente, en ese contexto de restauración de la 'narratividad' llamado posmodernismo. Soy considerado un autor posmoderno, y estoy de acuerdo con la consideración. Me muevo entre las formas y los artificios de la novela tradicional. La novela es la realización máxima de la narratividad. Ella abriga el mito, la base de nuestra cultura. Contar una historia que emocione y transforme a quien la absorbe es algo que se transmite entre padres e hijos, del novelista a su lector, del cineasta a su espectador. La fuerza de la narrativa es más eficaz que cualquier tecnología.


XL. Usted creó lo que se podría llamar 'novela negra erudita'. ¿Sigue siendo válido este modelo?


U.E. En El nombre de la rosa combiné erudición y novela de suspense. El libro ayudó a crear un tipo de literatura que veo con buenos ojos. Hay muchas cosas interesantes. Me gusta Arturo Pérez-Reverte, con sus fantasías que recuerdan a las aventuras de Dumas y Emilio Salgari que yo leía de niño.


XL. Leyendo a seguidores suyos, como Dan Brown, ¿no se arrepiente a veces de haber creado este género?


U.E. ¡A veces, sí! [Se ríe]. Dan Brown me irrita profundamente porque parece un personaje inventado por mí. En lugar de asumir que las teorías conspiratorias son falsas, Brown las da por verdaderas, poniéndose del lado del personaje, sin cuestionar nada. Es lo que hizo en El código Da Vinci. Es el mismo contexto de El péndulo de Foucault. Pero él parece que prefirió acercarse a la historia para simplificarla. Eso provoca una oleada de mitificaciones. Hay muchos lectores que se creen todo lo que Dan Brown escribe, aunque, la verdad, no puedo criticarlos por ello.


Vida en familia del escritor Umberto Eco, con la flauta, y su esposa Renate, con la guitarra, interpretan un dueto musical. Al fondo, los observa su hijo. La imagen es de 1983.


Fuente:


lunes, 17 de diciembre de 2012

Literarias: El cuento de navidad de Auggie Wren


Una querida amiga me envió este cuento y quiero compartirlo, espero que lo disfruten.

PAUL AUSTER
Paul Auster (1947) nació en Newark, New Jersey, en 1947. De niño sufre un accidente en un campamento que habrá de marcarlo definitivamente. A partir de allí lo inesperado e imprevisible en la vida signa su pensamiento y perfilan una idea de predestinación que marcará toda su obra.
Estudió en la universidad de Columbia y luego de recibirse en 1970 se trasladó durante cuatro años al sur de Francia dedicándose a la traducción de escritores notables (Mallarmé y Sartre entre otros).
Se inició en la novela tras sus primeros pasos temblorosos en el mundo de la poesía publicando en dos revistas, New York Review of Books y Harper’s Saturday Review. Lo hizo con una obra dedicada a su padre recién fallecido, La invención de la soledad (1982), en la que esboza el eje de lo que sería su temática principal: la azarosa circunstancia de los seres arrojados a la tempestad de la vida, es ese caso producto de la pérdida de un ser querido. Esta misma circunstancia se repite en otros trabajos donde siempre los personajes se encuentras inermes y desorientados frente a los golpes del destino. “Algo sucede y a partir de entonces nada vuelve a ser lo mismo” escribe en Espacios blancos (ensayo, 1978) y vuelve a la frase en El cuaderno rojo (1993). Aún en El libro de las ilusiones (2003) aflora esta tragedia inesperada en la vida normal de David Zimmer, el protagonista, como si se enfrentara a una neurosis de destino. La fragilidad de sus personajes es tan recurrente como la circularidad de su obra, en la que una historia contiene a otra, se yuxtapone y discontinúa en apariencia, para mostrarnos que el final es en realidad el comienzo y viceversa.
El reconocimiento a su labor llega recién en 1987 año en que publica la Trilogía de Nueva York, integrada por La ciudad de cristal (1985), Fantasmas (1986) y La habitación cerrada (1986), tras lo cual suceden notables títulos: El país de las últimas cosas (1988), El palacio de la luna (1989), La música del azar (1991), en la que aborda el tema de la herencia paterna produciendo situaciones de estirpe kafkiana y llevada al cine por Philip Haas (1993), Leviatán (1992), en la que las sucesiones especulares típicas de Borges, a las que Auster es tan propenso, le permite redondear una narración en donde un escritor real escribe sobre la vida de un escritor que escribe sobre otro escritor y en que las casualidades que confunden realidad y fantasía llegan hasta las iniciales del personaje y el autor y el nombre de la esposa de ambos compuesto por las mismas letras, Mr. Vértigo (1994), A salto de mata (1997), de carácter autobiográfico, Retrato de un hombre invisible, que refleja reminiscencias de la relación con su padre, El libro de la memoria, en la que se refleja él como padre y otras hasta llegar a Tombuctú (1999).
Después de esta última publicación se produce su acercamiento al cine (Smoke, Blue in the face, Lulú on the bridge) como guionista (escribió tres guiones en total). A partir de entonces se dudó de que volviera a escribir otra gran novela. Creía que mi padre era Dios (2001) es una compilación de casi doscientos relatos elegidos entre cuatro mil y enviados por los oyentes de un programa radiofónico cuyo mayor éxito se apoyó en su notoriedad. La noche del oráculo (2004) es de reciente publicación. Ha publicado también un libro de poemas, Desapariciones (1990).
También ha desarrollado una interesante labor como crítico literario (Kafka, Beckett) y cinematográfico. Tal vez esta multifacética intelectualidad lo aleje del típico escritor de acción estilo de Hemingway, y lo definan como el más “europeo” de los americanos.
Desde 1974 reside en Brooklyn junto a su mujer y sus dos hijos.

EL CUENTO DE NAVIDAD DE AUGGIE WREN
Tomado de Smoke & Blue in the face
Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.
Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.
Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.
Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.
Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:
—Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.
Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.
Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.
—Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes—, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.
Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.
Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.
A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?
Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.
No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.
—¿Un cuento de Navidad? —dijo él cuando yo hube terminado. ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.
Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes. Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.
—Fue en el verano del setenta y dos —dijo. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.
Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carné de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su nombre y dirección en el carné, pero me dio pena. No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?
Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.
La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.
—¿Eres tú, Robert? —dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.
Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.
—Sabía que vendrías, Robert —dice—. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.
Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.
Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.
—Está bien, abuela Ethel —dije—. He vuelto para verte el día de Navidad.
No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.
No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.
Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.
—Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.
Al cabo de un rato, empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.
Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de cámaras, seis o siete, de treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.
No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de la historia.
—¿Volviste alguna vez? —le pregunté.
—Una sola —contestó. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.
—Probablemente había muerto.
—Sí, probablemente.
—Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.
—Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.
—Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.
—Le mentí y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.
—La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.
—Todo por el arte, ¿eh, Paul?
—Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.
—Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?
—Sí —dije—. Supongo que sí.
Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.
—Eres un as, Auggie —dije—. Gracias por ayudarme.
—Siempre que quieras —contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos. Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?
—Supongo que estoy en deuda contigo.
—No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.
—Excepto el almuerzo.
—Eso es. Excepto el almuerzo.
Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.