viernes, 26 de agosto de 2011

Psicoanálisis: Pausanias,tercera parte. Por Lucas Losa.

A partir de algunas cuestiones surgidas en el grupo de estudio sobre El Resorte del Amor (del Seminario La Transferencia de Jacques Lacan), con una perspectiva muy aguda y certera Lucas Losa me envió unas líneas, abordando el elogio de Pausanias. Con su autorización lo comparitmos en el blog. Espero que lo disfruten.



Partamos de la siguiente pregunta con la pretensión de que al desmenuzarla nos ponga sobre la pista de lo que nos convoca a estudiar el seminario VIII de Lacan; a decir, la especificidad de la transferencia como uno de los conceptos fundamentales del psicoanálisis.
¿Cual es la significación del discurso de Pausanias en la economía general del abordaje lacaniano sobre los discursos pronunciados en el banquete de Platón? Parecería estar destinado a que no le demos demasiada importancia; esta desestimación se puede sostener en la que Lacan parece hacer propia cuando dice que el hipo de Aristófanes revela que se estuvo matando de risa durante todo lo expuesto por Pausanias. Para Lacan el propio Platón sostiene que este discurso es irrisorio. Pero del mismo modo en que Lacan dice “¿Por qué iba a tener hipo (Aristófanes) si no hubiera una razón para ello?” podemos preguntarnos ¿Por qué Lacan introduce este discurso? Esto se responde muy bien en el material elaborado hasta ahora, al decir que tomamos a los discursos como actas de sesiones psicoanalíticas y podríamos pensar, y creo que así deberíamos hacerlo, a este discurso como una teoría del amor con la que nos podemos encontrar en la clínica, sobre todo en esta sociedad de consumo donde lo que se pretende todo el tiempo es tener cada vez más objetos valiosos al alcance de la mano, los cuales crearan la ilusión de completud.
Ahora bien, creo que un aporte implica poder decir algo que sin ser necesariamente nuevo pretenda ser novedoso.
Es en busca de esa novedad donde le hemos hecho lugar a estas preguntas: ¿Por qué Lacan introduce la metáfora del amor, que venia desarrollando en el discurso de Fedro, en el primer apartado de esta clase? ¿Por qué no culminar el discurso de Fedro, sobre erastés y erómenos, con el mito? ¿Y de ser introducido en el discurso de Pausanias porque no ponerlo al final?
Parece que Lacan al igual que Platón “nos oculta lo que piensa tanto como nos lo revela”. Podríamos pensar entonces que lo introduce, o dicho con propiedad, lo termina de introducir como mito aquí para marcar el contraste de la metáfora del amor con lo que plantea Pausanias. Y esta diferencia radica en que para Lacan el ser del otro del amor no es un sujeto como nosotros y en esto radica su crítica a la idea de intersubjetividad; como tampoco el ser del otro es un objeto en tanto objeto a poseer. Lacan hará hincapié en el ser del otro en el Deseo. “El otro en tanto que esta, en el deseo, en el punto de mira, lo esta como objeto amado”. Nos empieza a dar pistas para pensar en el objeto como causa de deseo; al respecto dice: “Todo mito se relaciona con lo inexplicable de lo real, y siempre es inexplicable que algo responda al deseo”
Con todo este rodeo quiero plantear que el discurso de Pausanias se sitúa en el registro del objeto a poseer, del objeto que “pueden agarrar ustedes con la mano”; un objeto, podríamos decir, con un valor imaginario. Es en este punto donde me puse a pensar en el amor esclavizante del que habla Allouch, porque de lo que se trata, en Pausanias, es de tener; de reducir al otro del amor a una propiedad.
Lacan encuentra en la risa de Aristófanes y por ende la de Platón algo que le permite sostener que el amor que sorprende a los dioses, el amor milagroso, no es este amor, al respecto dice “lo que realmente vale la pena les esta negado para siempre a los ricos”. Lacan pone el acento no en el objeto, material, valorado imaginariamente, o intercambiable; sino que lo que nos esta mostrando con el contraste es lo que viene sosteniendo: que de lo que se trata es del deseo y del objeto pero en tanto lo causa aunque no sepamos bien porque. La pregunta es ¿Amor de que? A partir de esta pregunta dice que “empieza algo que esta muy lejos de llegar a nada que puedan agarrar ustedes con la mano” ¿Se estará refiriendo a nada que tenga que ver con el objeto (en los términos de Pausanias), y de este modo dejar en claro, una vez mas, que el hincapié para pensar las cuestiones referentes al amor debe estar puesto del lado del deseo? Creo que Lacan respondería a esto por la afirmativa y estaría de acuerdo con nosotros en que no importa la sustancialidad del objeto para causar, sino ese más allá del erómenos que el erastés persigue, creyendo que se trata del objeto y velando que se trata de su deseo causado.
Finalmente dice “Todo lo que hay que decir sobre el pensamiento del amor en El Banquete empieza aquí”. Aquí donde por el contraste entre la metáfora del amor como mito, en el inicio de la clase sobre el discurso de Pausanias, y el objeto como valor al alcance de la mano al que hace referencia este discurso; se abre el registro del deseo y desde ahí se ordenan las cosas; para comprender que en este registro cuando hablamos de objeto es en tanto causa.



lunes, 22 de agosto de 2011

Psiconálisis: Pausanias segunda parte.


Considerando la idea del amor como un valor, o con mayor precisión poder distinguir a cual amor se debe alabar, retomaremos algunas consideraciones.
Pausanias se apoya en la existencia de dos Afroditas, una descendiente de Urano, y la otra de Zeus y Dione que se llama Pandemia. Señala entonces que hay dos Eros, uno Uranio y uno Pandemo. No todo Eros es digno de ser alabado. Existe entonces un amor del Eros Pandemo el de las personas vulgares, con el acento en conseguir su propósito (alguna ventaja personal podríamos decir) dejando caer si la forma de amar es bella o no. Existe también el amor Uranio, del que no participa la hembra, por eso es sólo amor masculino. En consecuencia hay una versión ligada a la virtud y una degradada. Se trata de saber distinguirlas. Entonces esta partición separa un amor que tiene un valor mayor, hay así una indicación de a que Eros se debe alabar.
Cito el texto de Lacan en la versión de Rodríguez Ponte: “Durante toda una página, la ambigüedad está singularmente sos¬te¬nida. ¿Dón¬¬de se sitúa la virtud, la función de aquél que elige? Pues tam¬bién, el que es ama¬do, aun¬¬que Pausanias lo quiera un poquitito más que un niño, ya capaz de al¬gún dis¬cer¬ni¬miento, es de todos modos aquél de los dos que sabe menos, el menos ca¬paz de juz¬gar la virtud de lo que se puede llamar la relación provechosa entre los dos. Eso es lo que es dejado a una prueba ambigua entre los dos. Esta virtud es¬tá tam¬bién en el amante, a saber en el modo según el cual se dirige su elec¬ción, se¬gún lo que va a bus¬car en el amado. Lo que va a buscar en el amado, es algo pa¬ra darle. Ambos van a encontrarse en ese punto que él llama en alguna parte el pun¬to de encuentro del dis¬curso, donde va a tener lugar la conjunción, la coin¬ci¬den¬cia. ¿De qué se trata?

Se trata de un intercambio. El primero, como traduce Robin en el texto de la co¬lección Budé, se muestra capaz de una contribución cu¬yo objeto es la inte¬li¬gen¬cia, la φρόνησις {fronesis}, y el conjunto del campo de mérito, la αρετή {are¬té}. El se¬gun¬do tiene necesidad de ga¬nar en el sentido de la educación y, ge¬ne¬ral¬men¬te, del sa¬¬ber, la παι¬δεία {paideia} y la σοφία {sofía}. Ellos van a encontrarse aquí y, se¬gún su decir, van a constituir la pareja de una asociación del nivel más ele¬¬vado. Es sobre el plano de la κτάομαι {ktaomai}, de una ad¬qui¬si¬ción, de un pro¬vecho, de un ad¬qui¬rir, de una posesión, que se pro¬du¬ci¬rá el encuentro de esa pa¬reja, la que va a ar¬ti¬cu¬lar para siempre ese amor que se dice superior, ese amor que, incluso cuando ha¬ya¬¬mos cam¬biado sus partenaires, se llamará, en el transcurso de los siglos, el amor platónico.

Según las palabras de Jean Allouch, en su libro El Amor Lacan, La esclavitud amorosa tiene dos formas una vergonzosa y otra que no. Ubica en la vergüenza al amante que se vale de la seducción en forma degradante, es el caso del amante que pone la vista en obtener ventajas como dinero poder, etc. El caso opuesto es el amante que aspira a conducir al amado a la virtud. Si es así entonces ser esclavo del amor es una cualidad preciosa. En Lacan no hay un avasallamiento del amante, tampoco un intercambio. No puede darse en los términos de Pausanias, en tanto entre amado y amante opera un no saber, lo que capta al amante es ese mas allá del amado. Por último me resultó llamativo que no obstante la división entre la versión sublime y la degrada persiste la idea de un intercambio como sostén del amor. Nada del amor como Don se perfila en Pausanias.

jueves, 11 de agosto de 2011

Literarias: Declaración de amor.L´Orange.

Amado mío:
Escribo como tantas veces, esgrimiendo el motivo de mi mayor pasión en este momento... aunque sabiendo que trato de no ocupar mi mente en ti.
Lo logro y produzco, es para mi libro y me hace feliz. Entrelíneas se desata mi llamarada por compartir cosas comunes alguna vez y amarnos.
Recién comprendí hoy, que los planes te asustan y a mí me dan seguridad, a ambos nos matan el deseo en demasía a la larga... eso es algo que tenemos parecido, finalmente.
Contigo puedo ser tranquilamente yo. Y desearía que pudieras ser tú. Al nivel más prosaico, más innato, más dúctil. Al que te suceda.
Respetarte ha sido mi meta, quizás tanto que olvidé pedir lo importante y llené de cálculo el futuro y tú, tan generoso y compasivo de mi alma en amor y dolor; los resolviste quedando sin resto para el nosotros.
¿Podría volver a invitarte y no contabilizar?
¿Lograríamos ir sin darnos cuenta hacia donde de la mano pudiéramos llegar?
Sin prisa, distraídos, ingenuos.
Nunca amé así. Es mi primera vez. Y las garantías que tanto amaba, también, se fueron caducando por obsoletas. Atropellada por una lógica concreta de artimañas obligatorias, no lo vi venir. Un desastre de postigones y cerrajes oxidados que me dejaron encerrada y la luz se filtró cuando llegó tu beso a rescatarme.
Mira, mi amor, escribo sin dirección de obra... mi brújula vira hacia ti.
Nada más, ni nada menos...
Tuya, casi toda.

jueves, 4 de agosto de 2011

Literarias: La lluvia de fuego. Evocación de un desencarnado de Gomorra. Leopoldo Lugones

Y tornaré el cielo de hierro y la tierra de cobre.
Levítico, XXVI - 19.

Recuerdo que era un día de sol hermoso, lleno del hormigueo popular, en las calles atronadas de vehículos. Un día asaz cálido y de tersura perfecta.
Desde mi terraza dominaba una vasta confusión de techos, vergeles salteados, un trozo de bahía punzado de mástiles, la recta gris de una avenida...
A eso de las once cayeron las primeras chispas. Una aquí, otra allá —partículas de cobre semejantes a las morcellas de un pábilo; partículas de cobre incandescente que daban en el suelo con un ruidecito de arena. El cielo seguía de igual limpidez; el rumor urbano no decrecía. Únicamente los pájaros de mi pajarera cesaron de cantar.
Casualmente lo había advertido, mirando hacia el horizonte en un momento de abstracción. Primero creí en una ilusión óptica formada por mi miopía. Tuve que esperar largo rato para ver caer otra chispa, pues la luz solar anegábalas bastante; pero el cobre ardía de tal modo, que se destacaban lo mismo. Una rapidísima vírgula de fuego, y el golpecito en la tierra. Así, a largos intervalos.
Debo confesar que al comprobarlo, experimenté un vago terror. Exploré el cielo en una ansiosa ojeada. Persistía la limpidez. ¿De dónde venía aquel extraño granizo? ¿Aquel cobre? ¿Era cobre?...
Acababa de caer una chispa en mi terraza, a pocos pasos. Extendí la mano; era, a no caber duda, un gránulo de cobre que tardó mucho en enfriarse. Por fortuna la brisa se levantaba, inclinando aquella lluvia singular hacia el lado opuesto de mi terraza. Las chispas eran harto ralas, además. Podía creerse por momentos que aquello había ya cesado. No cesaba. Uno que otro, eso sí, pero caían siempre los temibles gránulos.
En fin, aquello no había de impedirme almorzar, pues era el mediodía. Bajé al comedor atravesando el jardín, no sin cierto miedo de las chispas. Verdad es que el toldo, corrido para evitar el sol, me resguardaba...
¿Me resguardaba? Alcé los ojos; pero un toldo tiene tantos poros, que nada pude descubrir.
En el comedor me esperaba un almuerzo admirable; pues mi afortunado celibato sabía dos cosas sobre todo: leer y comer. Excepto la biblioteca, el comedor era mi orgullo. Ahíto de mujeres y un poco gotoso, en punto a vicios amables nada podía esperar ya sino de la gula. Comía solo, mientras un esclavo me leía narraciones geográficas. Nunca había podido comprender las comidas en compañía; y si las mujeres me hastiaban, como he dicho, ya comprenderéis que aborrecía a los hombres.
¡Diez años me separaban de mi última orgía! Desde entonces, entregado a mis jardines, a mis peces, a mis pájaros, faltábame tiempo para salir. Alguna vez, en las tardes muy calurosas, un paseo a la orilla del lago. Me gustaba verlo, escamado de luna al anochecer, pero esto era todo y pasaba meses sin frecuentarlo.
La vasta ciudad libertina era para mí un desierto donde se refugiaban mis placeres. Escasos amigos; breves visitas; largas horas de mesa; lecturas; mis peces; mis pájaros; una que otra noche tal cual orquesta de flautistas, y dos o tres ataques de gota por año...
Tenía el honor de ser consultado para los banquetes, y por ahí figuraban, no sin elogio, dos o tres salsas de mi invención. Esto me daba derecho —lo digo sin orgullo— a un busto municipal, con tanta razón como a la compatriota que acababa de inventar un nuevo beso.
Entre tanto, mi esclavo leía. Leía narraciones de mar y de nieve, que comentaban admirablemente, en la ya entrada siesta, el generoso frescor de las ánforas. La lluvia de fuego había cesado quizá, pues la servidumbre no daba muestras de notarla.
De pronto, el esclavo que atravesaba el jardín con un nuevo plato, no pudo reprimir un grito. Llegó, no obstante, a la mesa; pero acusando con su lividez un dolor horrible. Tenía en su desnuda espalda un agujerillo, en cuyo fondo sentíase chirriar aún la chispa voraz que lo había abierto. Ahogámosla en aceite, y fue enviado al lecho sin que pudiera contener sus ayes.
Bruscamente acabó mi apetito; y aunque seguí probando los platos para no desmoralizar a la servidumbre, aquélla se apresuró a comprenderme. El incidente me había desconcertado.
Promediaba la siesta cuando subí nuevamente a la terraza. El suelo estaba ya sembrado de gránulos de cobre; mas no parecía que la lluvia aumentara. Comenzaba a tranquilizarme, cuando una nueva inquietud me sobrecogió. El silencio era absoluto. El tráfico estaba paralizado a causa del fenómeno, sin duda. Ni un rumor en la ciudad. Sólo, de cuando en cuando, un vago murmullo de viento sobre los árboles. Era también alarmante la actitud de los pájaros. Habíanse apelotonado en un rincón, casi unos sobre otros. Me dieron compasión y decidí abrirles la puerta. No quisieron salir; antes se recogieron más acongojados aún. Entonces comenzó a intimidarme la idea de un cataclismo.
Sin ser grande mi erudición científica, sabía que nadie mencionó jamás esas lluvias de cobre incandescente. ¡Lluvias de cobre! En el aire no hay minas de cobre. Luego aquella limpidez del cielo no dejaba conjeturar la procedencia. Y lo alarmante del fenómeno era esto. Las chispas venían de todas partes y de ninguna. Era la inmensidad desmenuzándose invisiblemente en fuego. Caía del firmamento el terrible cobre —pero el firmamento permanecía impasible en su azul. Ganábame poco a poco una extraña congoja; pero, cosa rara: hasta entonces no había pensado en huir. Esta idea se mezcló con desagradables interrogaciones. ¡Huir! ¿Y mi mesa, mis libros, mis pájaros, mis peces que acababa precisamente de estrenar un vivero, mis jardines ya ennoblecidos de antigüedad, mis cincuenta años de placidez, en la dicha del presente, en el descuido del mañana?...
¿Huir? . . . Y pensé con horror en mis posesiones (que no conocía) del otro lado del desierto, con sus camelleros viviendo en tiendas de lana negra y tomando por todo alimento leche cuajada, trigo tostado, miel agria...
Quedaba una fuga por el lago, corta fuga después de todo, si en el lago como en el desierto, según era lógico, llovía cobre también; pues no viniendo aquello de ningún foco visible, debía ser general.
No obstante el vago terror que me alarmaba, decíame todo eso claramente, lo discutía conmigo mismo, un poco enervado a la verdad por el letargo digestivo de mi siesta consuetudinaria. Y después de todo, algo me decía que el fenómeno no iba a pasar de allí. Sin embargo, nada se perdía con hacer armar el carro.
En ese momento llenó el aire una vasta vibración de campanas. Y casi junto con ella, advertí una cosa: ya no llovía cobre. El repique era una acción de gracias, coreada casi acto continuo por el murmullo habitual de la ciudad. Ésta despertaba de su fugaz atonía, doblemente gárrula. En algunos barrios hasta quemaban petardos.
Acodado al parapeto de la terraza, miraba con un desconocido bienestar solidario la animación vespertina que era todo amor y lujo. El cielo seguía purísimo. Muchachos afanosos recogían en escudillas la granalla de cobre, que los caldereros habían empezado a comprar. Era todo cuanto quedaba de la grande amenaza celeste.
Más numerosa que nunca, la gente de placer coloría las calles; y aun recuerdo que sonreí vagamente a un equívoco mancebo, cuya túnica recogida hasta las caderas en un salto de bocacalle, dejó ver sus piernas glabras, jaqueladas de cintas. Las cortesanas, con el seno desnudo según la nueva moda, y apuntalado en deslumbrante coselete, paseaban su indolencia sudando perfumes. Un viejo lenón erguido en su carro manejaba como si fuese una vela una hoja de estaño, que con apropiadas pinturas anunciaba amores monstruosos de fieras: ayunta-mientos de lagartos con cisnes; un mono y una foca; una doncella cubierta por la delirante pedrería de un pavo real. Bello cartel, a fe mía; y garantida la autenticidad de las piezas. Animales amaestrados por no sé qué hechicería bárbara, y desequilibrados con opio y con asafétida.
Seguido por tres jóvenes enmascarados pasó un negro amabilísimo, que dibujaba en los patios, con polvos de colores derramados al ritmo de una danza, escenas secretas. También depilaba al oropimente y sabía dorar las uñas.
Un personaje fofo, cuya condición de eunuco se adivinaba en su morbidez, pregonaba al son de crótalos de bronces, cobertores de un tejido singular que producía el insomnio y el deseo. Cobertores cuya abolición habían pedido los ciudadanos honrados. Pues mi ciudad sabía gozar, sabía vivir. Al anochecer recibí dos visitas que cenaron conmigo. Un condiscípulo jovial, matemático cuya vida desarreglada era el escándalo de la ciencia, y un agricultor enriquecido. La gente sentía necesidad de visitarse después de aquellas chispas de cobre. De visitarse y de beber, pues ambos se retiraron completamente borrachos. Yo hice una rápida salida. La ciudad, caprichosamente iluminada, había aprovechado la coyuntura para decretarse una noche de fiesta. En algunas cornisas, alumbraban perfumando, lámparas de incienso. Desde sus balcones, las jóvenes burguesas, excesivamente ataviadas, se divertían en proyectar de un soplo a las narices de los transeúntes distraídos, tripas pintarrajeadas y crepitantes de cascabeles. En cada esquina se bailaba. De balcón a balcón cambiábanse flores y gatitos de dulce. El césped de los parques palpitaba de parejas.
Regresé temprano y rendido. Nunca me acogí al lecho con más grata pesadez de sueño.
Desperté bañado en sudor, los ojos turbios, la garganta reseca. Había afuera un rumor de lluvia. Buscando algo, me apoyé en la pared, y por mi cuerpo corrió como un latigazo el escalofrío del miedo. La pared estaba caliente y conmovida por una sorda vibración. Casi no necesité abrir la ventana para darme cuenta de lo que ocurría.
La lluvia de cobre había vuelto, pero esta vez nutrida y compacta. Un caliginoso vaho sofocaba la ciudad; un olor entre fosfatado y urinoso apestaba el aire Por fortuna, mi casa estaba rodeada de galerías y aquella lluvia no alcanzaba las puertas.
Abrí la que daba al jardín. Los árboles estaban negros, ya sin follaje; el piso, cubierto de hojas carbonizadas. El aire, rayado de vírgulas de fuego, era de una paralización mortal; y por entre aquéllas se divisaba el firmamento, siempre impasible, siempre celeste.
Llamé, llamé en vano. Penetré hasta los aposentos famularios. La servidumbre se había ido. Envueltas las piernas en un cobertor de viso, acorazándome espaldas y cabeza con una bañera de metal que me aplastaba horriblemente, pude llegar hasta las caballerizas. Los caballos habían desaparecido también. Y con una tranquilidad que hacía honor a mis nervios, me di cuenta de que estaba perdido.
Afortunadamente, el comedor se encontraba lleno de provisiones; su sótano, atestado de vinos. Bajé a él. Conservaba todavía su frescura; hasta su fondo no llegaba la vibración de la pesada lluvia, el eco de su grave crepitación. Bebí una botella, y luego extraje de la alacena secreta el pomo de vino envenenado. Todos los que teníamos bodega poseíamos uno, aunque no lo usáramos ni tuviéramos convidados cargosos. Era un licor claro e insípido, de efectos instantáneos.
Reanimado por el vino, examiné mi situación. Era asaz sencilla. No pudiendo huir, la muerte me esperaba; pero con el veneno aquél, la muerte me pertenecía. Y decidí ver eso todo lo posible, pues era, a no dudarlo, un espectáculo singular. ¡Una lluvia de cobre incandescente! ¡La ciudad en llamas! Valía la pena.
Subí a la terraza, pero no pude pasar de la puerta que daba acceso a ella. Veía desde allá lo bastante, sin embargo. Veía y escuchaba. La soledad era absoluta. La crepitación no se interrumpía sino por uno que otro ululato de perro, o explosión anormal. El ambiente estaba rojo; y a su través, troncos, chimeneas, casas, blanqueaban con una lividez tristísima. Los pocos árboles que conservaban follaje retorcíanse, negros, de un negro de estaño. La luz había decrecido un poco, no obstante de persistir la limpidez celeste. El horizonte estaba, esto sí, mucho más cerca, y como ahogado en ceniza. Sobre el lago flotaba un denso vapor, que algo corregía la extraordinaria sequedad del aire.
Percibíase claramente la combustible lluvia, en trazos de cobre que vibraban como el cordaje innumerable de un arpa, y de cuando en cuando mezclábanse con ella ligeras flámulas. Humaredas negras anunciaban incendios aquí y allá.
Mis pájaros comenzaban a morir de sed y hube de bajar hasta el aljibe para llevarles agua. El sótano comunicaba con aquel depósito, vasta cisterna que podía resistir mucho al fuego celeste; mas por los conductos que del techo y de los patios desembocaban allá, habíase deslizado algún cobre y el agua tenía un gusto particular, entre natrón y orina, con tendencia a salarse. Bastóme levantar las trampillas de mosaico que cerraban aquellas vías, para cortar a mi agua toda comunicación con el exterior.
Esa tarde y toda la noche fue horrendo el espectáculo de la ciudad. Quemaba en sus domicilios, la gente huía despavorida, para arderse en las calles en la campiña desolada; y la población agonizó bárbaramente, con ayes y clamores de una amplitud, de un horror, de una variedad estupendos. Nada hay tan sublime como la voz humana. El derrumbe de los edificios, la combustión de tantas mercancías y efectos diversos, y más que todo, la quemazón de tantos cuerpos, acabaron por agregar al cataclismo el tormento de su hedor infernal. Al declinar el sol, el aire estaba casi negro de humo y de polvaredas. Las flámulas que danzaban por la mañana entre el cobre pluvial, eran ahora llamaradas siniestras. Empezó a soplar un viento ardentísimo, denso, como alquitrán caliente. Parecía que se estuviese en un inmenso horno sombrío. Cielo, tierra, aire, todo acababa. No había más que tinieblas y fuego. ¡Ah, el horror de aquellas tinieblas que todo el fuego, el enorme fuego de la ciudad ardida no alcanzaba a dominar; y aquella fetidez de pingajos, de azufre, de grasa cadavérica en el aire seco que hacía escupir sangre; y aquellos clamores que no sé cómo no acababan nunca, aquellos clamores que cubrían el rumor del incendio, más vasto que un huracán, aquellos clamores en que aullaban, gemían, bramaban todas las bestias con un inefable pavor de eternidad!...
Bajé a la cisterna, sin haber perdido hasta entonces mi presencia de ánimo, pero enteramente erizado con todo aquel horror; y al verme de pronto en esa obscuridad amiga, al amparo de la frescura, ante el silencio del agua subterránea, me acometió de pronto un miedo que no sentía –estoy seguro– desde cuarenta años atrás, el miedo infantil de una presencia enemiga y difusa; y me eché a llorar, a llorar como un loco, a llorar de miedo, allá en un rincón, sin rubor alguno.
No fue sino muy tarde, cuando al escuchar el derrumbe de un techo, se me ocurrió apuntalar la puerta del sótano. Hícelo así con su propia escalera y algunos barrotes de la estantería, devolviéndome aquella defensa alguna tranquilidad; no porque hubiera de salvarme, sino por la benéfica influencia de la acción. Cayendo a cada instante en modorras que entrecortaban funestas pesadillas, pasé las horas. Continuamente oía derrumbes allá cerca. Había encendido dos lámparas que traje conmigo, para darme valor, pues la cisterna era asaz lóbrega. Hasta llegué a comer, bien que sin apetito, los restos de un pastel. En cambio bebí mucha agua.
De repente mis lámparas empezaron a amortiguarse, y junto con eso el terror, el terror paralizante esta vez, me asaltó. Había gastado, sin prevenirlo, toda mi luz, pues no tenía sino aquellas lámparas. No advertí, al descender esa tarde, traerlas todas conmigo.
Las luces decrecieron y se apagaron. Entonces advertí que la cisterna empezaba a llenarse con el hedor del incendio. No quedaba otro remedio que salir; y luego, todo, todo era preferible a morir asfixiado como una alimaña en su cueva.
A duras penas conseguí alzar la tapa del sótano que los escombros del comedor cubrían...
...Por segunda vez había cesado la lluvia infernal. Pero la ciudad ya no existía. Techos, puertas, gran cantidad de muros, todas las torres yacían en ruinas. El silencio era colosal, un verdadero silencio de catástrofe. Cinco o seis grandes humaredas empinaban aún sus penachos; y bajo el cielo que no se había enturbiado ni un momento, un cielo cuya crudeza azul certificaba indiferencias eternas, la pobre ciudad, mi pobre ciudad, muerta, muerta para siempre, hedía como un verdadero cadáver.
La singularidad de la situación, lo enorme del fenómeno, y sin duda también el regocijo de haberme salvado, único entre todos, cohibían mi dolor reemplazándolo por una curiosidad sombría. El arco de mi zaguán había quedado en pie y asiéndome de las adarajas pude llegar hasta su ápice.
No quedaba un solo resto combustible y aquello se parecía mucho a un escorial volcánico. A trechos, en los parajes que la ceniza no cubría, brillaba con un bermejor de fuego, el metal llovido. Hacia el lado del desierto, resplandecía hasta perderse de vista un arenal de cobre. En las montañas, a la otra margen del lago, las aguas evaporadas de éste condensábanse en una tormenta. Eran ellas las que habían mantenido respirable el aire durante el cataclismo. El sol brillaba inmenso, y aquella soledad empezaba a agobiarme con una honda desolación cuando hacia el lado del puerto percibí un bulto que vagaba entre las ruinas. Era un hombre, y habíame percibido ciertamente, pues se dirigía a mí.
No hicimos ademán alguno de extrañeza cuando llegó, y trepando por el arco vino a sentarse conmigo. Tratábase de un piloto, salvado como yo en una bodega, pero apuñaleando a su propietario. Acababa de agotársele el agua y por ello salía.
Asegurado a este respecto, empecé a interrogarlo. Todos los barcos ardieron, los muelles, los depósitos; y el lago habíase vuelto amargo. Aunque advertí que hablábamos en voz baja, no me atreví —ignoro por qué— a levantar la mía.
Ofrecíle mi bodega, donde quedaban aún dos docenas de jamones, algunos quesos, todo el vino...
De repente notamos una polvareda hacia el lado del desierto. La polvareda de una carrera. Alguna partida que enviaban, quizá, en socorro, los compatriotas de Adama o de Seboim.
Pronto hubimos de sustituir esta esperanza por un espectáculo tan desolador como peligroso.
Era un tropel de leones, las fieras sobrevivientes del desierto, que acudían a la ciudad como a un oasis, furiosos de sed, enloquecidos de cataclismo.
La sed y no el hambre los enfurecía, pues pasaron junto a nosotros sin advertirnos. ¡Y en qué estado venían! Nada como ellos revelaba tan lúgubremente la catástrofe.
Pelados como gatos sarnosos, reducida a escasos chicharrones la crin, secos los ijares, en una desproporción de cómicos a medio vestir con la fiera cabezota, el rabo agudo y crispado como el de una rata que huye, las garras pustulosas, chorreando sangre —todo aquello decía a las claras sus tres días de horror bajo el azote celeste, al azar de las inseguras cavernas que no habían conseguido ampararlos.
Rondaban los surtidores secos con un desvarío humano en sus ojos, y bruscamente reemprendían su carrera en busca de otro depósito, agotado también, hasta que sentándose por último en torno del postrero, con el calcinado hocico en alto, la mirada vagorosa de desolación y de eternidad, quejándose al cielo, estoy seguro, pusiéronse a rugir.
Ah... nada, ni el cataclismo con sus horrores, ni el clamor de la ciudad moribunda era tan horroroso como ese llanto de fiera sobre las ruinas. Aquellos rugidos tenían una evidencia de palabra. Lloraban quién sabe qué dolores de inconsciencia y de desierto a alguna divinidad obscura. El alma sucinta de la bestia agregaba a sus terrores de muerte, el pavor de lo incomprensible. Si todo estaba lo mismo, el sol cuotidiano, el cielo eterno, el desierto familiar, ¿por qué se ardían y por qué no había agua?... Y careciendo de toda idea de relación con los fenómenos, su horror era ciego, es decir, más espantoso. El transporte de su dolor elevábalos a cierta vaga noción de provenencia, ante aquel cielo de donde había estado cayendo la lluvia infernal; y sus rugidos preguntaban ciertamente algo a la cosa tremenda que causaba su padecer. Ah... esos rugidos, lo único de grandioso que conservaban aún aquellas fieras disminuidas: cual comentaban el horrendo secreto de la catástrofe; cómo interpretaban en su dolor irremediable la eterna soledad, el eterno silencio, la eterna sed...
Aquello no debía durar mucho. El metal candente empezó a llover de nuevo, más compacto, más pesado que nunca.
En nuestro súbito descenso, alcanzamos a ver que las fieras se desbandaban buscando abrigo bajo los escombros.
Llegamos a la bodega, no sin que nos alcanzaran algunas chispas; y comprendiendo que aquel nuevo chaparrón iba a consumar la ruina, me dispuse a concluir.
Mientras mi compañero abusaba de la bodega —por primera y última vez, a buen seguro—decidí aprovechar el agua de la cisterna en mi baño fúnebre; y después de buscar inútilmente un trozo de jabón, descendí a ella por la escalinata que servía para efectuar su limpieza.
Llevaba conmigo el pomo de veneno, que me causaba un gran bienestar apenas turbado por la curiosidad de la muerte.
El agua fresca y la obscuridad, me devolvieron a las voluptuosidades de mi existencia de rico que acababa de concluir. Hundido hasta el cuello, el regocijo de la limpieza y una dulce impresión de domesticidad, acabaron de serenarme.
Oía afuera el huracán de fuego. Comenzaban otra vez a caer escombros. De la bodega no llegaba un solo rumor. Percibí en eso un reflejo de llamas que entraban por la puerta del sótano, el característico tufo urinoso... Llevé el pomo a mis labios, y...

Literarias: L´ORANGE (poema reversible)

Desencuentro
no me alcanza
lo lamento
no hay nada
no apuesto
me retiro
me evito sufrir
me protejo
................................................................................
Y si todo cambiara
hubiera un aporte consistente de presencia
no habría lamentos
habría vida
Encuentro
apuesta al futuro y a ser felices
a seguir aunque la cuesta, cueste
Amar aunque podamos sufrir, a veces
ampararnos en el otro
sin ataduras, ni vacíos
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BICOLOR

Psicoanálisis: La Psicología del rico, el elogio de Pausanias

Material elaborado a partir del trabajo en el grupo estudio.


Antes de entrar en el análisis de Lacan sobre el discurso de Pausanias, retomando la indicación de tomar los discursos como un acta de sesiones analíticas, podemos pensar que cada elogio implica una teoría del amor. Así como cuando un analizante en su decir pone en juego la teoría inconsciente del amor que lo determina. Es decir que cada elogio implica una verdad sobre el amor, la de aquel que toma la palabra.
Si bien Lacan vuelve sobre la íntersubjetividad, no la va a considerar para situar su perspectiva del amor. La intersubjetividad implica reconocer en otro a un sujeto como nosotros. Esta podría ser una vía de acceso al ser del otro, pero no es la adecuada para avanzar en el amor en términos de la experiencia freudiana.
De hecho nos indica tomar otra dirección, esta implica la pareja erastés-erómenos donde el deseo es la llave que abre el paso en la aprehensión del otro. El ser del otro en el deseo no es un sujeto, la clave es su cualidad de objeto. Es el deseo por el objeto amado entonces, lo que dirige el movimiento inicial hacia el amor.
Para Fedro el amor es un dios, en el cristianismo el dios trino implica un modo de relación, de parentesco irreductiblemente simbólico. Entonces partiendo del amor como realidad que se revela y se manifiesta en lo real, es posible referirse a él solo como mito. Lacan va hacer de la metáfora del amor un mito.

“Esa mano que tiende hacia el fruto, hacia la rosa, hacia el leño que de pronto se enciende, su gesto de alcanzar, de atraer, de atizar, es estrechamente solidario de la maduración del fruto, de la belleza de la flor, de la llamarada del leño. Pero cuando en ese movimiento de alcanzar, de atraer, de atizar, la mano ha ido bastante lejos, si del fruto, de la flor , del leño surge entonces una mano que se acerca al encuentro de esa mano que es la tuya y que, en este momento es tu mano que queda fijada en la plenitud cerrada del fruto, abierta de la flor, en la explosión de una mano que se enciende-entonces lo que ahí se produce es el amor.”

Es el pasaje de aquel que en tanto erómenos se convierte en erastés, el que de ser amado pasa a ser el que desea. Se trata de un mito, en tanto no se puede explicar que es lo que produce algo que responda al deseo. Es una significación con el estatuto de un mito. No tenemos que perder de vista que no se trata de simetría, no hay sujeto a sujeto, Lacan decía que si hubiéramos tratado al otro como objeto la habríamos tratado como se merece. La mano se dirige hacia un objeto, y aparece otra mano, es porque el sujeto es tratado como deseado, como objeto. El ejemplo mas claro es Aquiles el amado, que suplanta a Patroclo, siendo que éste último está muerto, no hay ningún tipo de simetría o recupero en juego. Se produce el milagro, el amado se convierte en amante. Cito a Lacan desde la traducción de Rodríguez Ponte:

“ Hay pues en el texto de Fedro, en el επᬬποθανειν {epa¬po¬tha¬nein} opuesto al ύπεραποθανειν {hiperapothanein}, un acento puesto so¬bre el hecho de que Aqui¬les, e¬rómenos, se transforma en erastés. El tex¬to lo dice y lo afirma ― es en tan¬to que e¬ras¬tés que Alcestis se sa¬cri¬¬fica por su marido, y ésta es una mani¬fes¬ta¬ción del amor me¬nos ra¬di¬¬cal, total, resplandeciente, que el cambio de papel que se pro¬duce a ni¬vel de Aquiles, cuando de erómenos se transforma en erastés.

No se trata, entonces, en este erastés sobre erómenos, de una re¬la¬ción cuya i¬ma¬¬gen humorística estaría dada por el amante arriba del ama¬do, el padre sobre la ma¬¬dre como dice en alguna parte Jacques Pr鬬vert. Y esto es sin duda lo que ha ins¬¬pi¬¬rado a Mario Meunier ese ex¬traño error del que les hablaba, que le hace decir que A¬quiles se ma¬ta sobre la tumba de Patroclo. No podemos decir que Aquiles, en tanto que erómenos, viene a sustituirse a Patroclo, puesto que Patroclo ya es¬¬tá más allá de to¬do alcance, intocable. El acontecimiento, hablando con propiedad, milagroso en sí mismo, es que Aquiles se transforme, él, el amado, en amante.”

El discurso de Pau¬¬sanias, diece Lacan que es un discurso de sociólogo. Se da paso por una dis¬tin¬ción entre dos órdenes del amor. El amor, dice Pausanias, no es único. Se trata de saber a cuál debemos ala¬bar. La ala¬ban¬za, epainos, del amor debe entonces partir de lo si¬guien¬¬¬te, que el amor no es único. El amor superior es entre los más fuertes.
El ideal de Pausanias en lo que se refeire al amor es, guardar en un cofre lo que le pertenece por la razón de haber sabido discernirlo y valorarlo. El amor desde esta versión es un valor. Busca sacar provecho.
Platón deja ver que el discurso de Pausanias es inconsistente dado que Aristófanes se ríe de él. Está indicación la explica Lacan en su vuelta para comprender el hipo de Aristófanes, relatado en el Banquete. Los juegos de palabras a propósito del nombre de Pausanias y el hipo de Aristófanes indican que Platón se burla de Pausanias. Luego del discurso de Agatón, Sócrates devuelve las cosas a su raíz: ¿amor de qué? Del amor pasamos así al deseo: a él le falta, es idéntico por sí mismo a la falta.