Un querido amigo y colega el psicoanalista Diego Timpanaro me hizo llegar este texto, que comparto. Espero lo disfruten.
Sueños quilmeños
Acabo
de leer el último libro de Fogwill, La gran ventana de los sueños.
El
último libro de Fogwill: inédito, como
dice la etiqueta del libro, siguiendo los designios del marketing de los
editores, y póstumo. Probablemente Rodolfo Enrique se esté burlando, allí donde
esté, de eso que ahora lo presenten como un gran escritor… una vez muerto.
Inédita
y póstuma, La gran ventana de los sueños, efectivamente es una obra en la que
tal vez el tiempo y la vida no estuvieron ausentes para decir que haya sido escrita
ein andere schauplatz, desde otra
escena, en otro escenario, como nos enseñara Freud.
Con
este señor punk me encontré a principios de los ’90, con la lectura de Una pálida historia de amor, que más
allá de ser una novela de mujeres poseídas, en ciertas poses de la llamada
femineidad, la ficción porta cierta tonalidad que hacía de eco a las vivencias
de la muchachada de los arrabales del Sur, que he conocido.
Luego,
lo retomé en la biblioteca de mi mujer, siguiendo las aventuras de José María
Perez Largo, quien practicaba el arte de la marcha, y la suerte quiso que se
detuviera a escribir sus vivencias andando por el mundo con una subjetividad criolla. La suerte también acompañó a Fogwill,
que lo pudo conocer, y que finalmente editó y tituló La buena nueva, a esa autobiografía del caminante. El escritor César Aira decía: es una novela, más que
buena, excelente. Hace pensar en una literatura distinta para Argentina.
Pero
bien, dejemos la crítica literaria para los que saben y se dedican a ello,
vuelvo a Fogwill. Y a los sueños.
A
Quique, el sociólogo, no llegué a conocerlo personalmente, me quedé con las
ganas. En agosto de 2010 estaba por volver de visita a Quilmes para presentar
sus cosas en un ciclo de poesía, que organizaban un viejo librero y un poeta que
me invitaba a compartir la ocasión. Tuvo el malgusto de morirse antes. Como
suele decirse, un verdadero poeta maldito.
Me
fui enterando en distintas conversaciones, a partir de los relatos de quienes
lo frecuentaron, de diferentes episodios y aspectos de su vida: algunas
residencias en el extranjero, traducciones suyas, la compra de una embarcación,
sus cuasi delirantes cuestiones con el dinero, particularidades de sus
relaciones amorosas, adorables posiciones políticamente incorrectas, anécdotas
de su vida quilmeña, la solidaridad con sus amigos, sus colecciones de boarding-pass, la singularidad de su
estilo de vida, su trabajo para que el
sabor del encuentro, se transforme en hazaña publicitaria; un personaje
mucho más original que cualquier vano intento de ficción.
Respecto
de los sueños, Fogwill coincide con Lacan sobre el olfato: no hay relación.
Dirá el primero: El olfato es la única de
las seis o siete facultades perceptuales que no aparece en mis sueños ni en los
sueños que he consultado hasta ahora. Por lo que sé, no se sueñan sensaciones
olfativas, y, tal vez a causa de ello, tampoco se detectan referencias a
olores, ni relatos de sueños o de escenas de sueños en los que un registro
olfativo desempeñe alguna función en su trama.
Por
su parte, en La dirección de la cura y
los principios de su poder, Lacan afirma: …las investigaciones siguen siendo raras, si no pobres, sobre el espacio
y el tiempo en el sueño, sobre su textura sensorial, sueño en colores o atonal,
¿y lo oloroso, lo sápido y el grano táctil llegan a él, si lo vertiginoso, lo
túrgido y lo pesado están?, Freud no los toca. Decir que la doctrina freudiana
es una psicología es un equívoco grosero.
Si
bien las afirmaciones son autorizadas, en lo personal algo me huele, casi
naturalmente, opinable. Para medio decirlo mejor: tengo sueños con olores. Desde
niño, percibo en sueños el olor al cloro, ese que ponen en las piletas de
natación para purificar el agua; ya desde más grande, siento de un modo bien
definido el olor de la malta transformándose en cerveza, un olor muy singular del
barrio donde me crié.
De
cualquier manera, somos muchos de este lado del mundo, que sin conocer a
ciencia cierta todas las cuestiones relativas al funcionamiento del fenómeno
onírico, contemplamos los sueños como lo hacían los antiguos: con un cierto
dejo reverencial, a veces los escribimos en un cuaderno, suponiendo que aún
conservan algo de su verdad para quien los cuenta.
El
sueño, ese otro escenario, desde el cual podemos escucharnos en verdad, donde
se revela del modo más absoluto la creatividad de cada soñador, allí donde lo
más singular pulsa desde remotos orígenes por hacerse sentir, no solamente es la
materia cotidiana de nuestro trabajo -la vía
regia-, sino que también es una oportunidad única para que cada uno pueda
soñar con su propio estilo de soñar.
Como
bien lo dice, Fogwill.
Diego
Timpanaro
10
de mayo de 2013.