jueves, 8 de septiembre de 2011

Cine y psicoanálisis: El nombre de al lado. Maximiliano Antonietti

Una mitad clara y la otra mitad oscura es lo primero que tenemos para ver. Cara y envés de una misma pared, y allí, empiezan los golpes. Todo pareciera estar dispuesto para que tomemos nota de que lo que sucede de un lado, tiene consecuencias en el otro. Los martillazos, filmados de este modo, nos hacen caer en la cuenta de que no somos islas, que estamos tan relacionados unos a otros que, golpeando de un lado se escucha del otro, que rompiendo de un lado, se rompe del otro y que, si esa pared se ahueca, será agujero para ambos lados. Parecen dos, pero se trata del mismo y no podremos decir que no lo supimos desde un principio.
Los seres humanos estamos condenados a tener vecinos. La vida humana es en comunidad, y al mismo tiempo que el Otro se nos hace necesario, también (o más aún, a veces) se nos presenta como un problema. De aquí en más, se trata de una película que encuentra de un modo exquisito el problema del Otro, o vale decir, el Otro como problema.
Veamos.

1. Violencia de ida.
Nos despertamos en su cama, su ojo es el nuestro, su molesto despertar es el nuestro. Ayudados por el encuadre de la cámara que lo sigue desde atrás, recorremos algunos ambientes de la casa; todavía no sabemos de qué se trata, pero esa casa nos gusta, es seguramente confortable, tal vez, ambicionemos sus posibilidades. Los directores nos esperan allí, quieren que esa casa sea la nuestra, por lo menos, en el principio. Desde aquí, los ruidos molestos que despiertan a Leonardo nos perturban, también, a nosotros propietarios de esa casa. Por lo menos, en el principio.
Los golpes del martillo anuncian lo Otro. Está nuestra casa agradable, sofisticada, luminosa, amplia, delicada, y también, está lo Otro. En este caso, Víctor es lo Otro. Siempre lo vemos desde Leonardo, siempre desde algún lugar de nuestra casa. Nos inquieta, nos intriga, se nos presenta oscuro, amenazante, hostil; no lo comprendemos, y no podría ser de otro modo: le tememos. Víctor es el nombre de al lado, y ya se sabe, pocas cosas son más peligrosas que el temor.
Es cierto que, con algún que otro guiño de ojo, los directores se las ingenian para que Víctor sea potencialmente violento. El trato y los modales no son lo que se dice glamorosos; él mismo mató a aquel jabalí y se encarga de contarlo con alevosía; no podemos olvidar que sus bellas artes (¡geniales!) están hechas de balas y escopetas; su bizarra inclinación por el teatro de títeres es inquietantemente ominosa; su camioneta es opaca, los que lo conocen parecen temerle, su cara no es amigable, cuando quiere atemorizarnos, le creemos. Todo esto es cierto, Víctor es una violencia sugerida; subrayo, sugerida.
“El infierno son los otros” dice célebremente Sartre en A puertas cerradas. Por más sofisticada que se haya vuelto nuestra cultura, no ha podido acercarnos más a nuestro vecino. El Otro es peligroso y esta película nos muestra algo que, en la cultura, resiste. Una zona de la humanidad que no se deja tratar por la mejora de las reglas urbanas ni por lo códigos de convivencia.
Esta época, la nuestra, ha explotado de un modo aberrante la peligrosidad de “lo Otro”. La inseguridad con la que los medios de comunicación nos atormentan todos-los-minutos y por-todos-los-lugares en los que los dejamos hacer, es la punta de flecha con la que se ha instalado un discurso que exige vigilar al Otro, aumentar las penas y levantar más alto las medianeras. Multitudes que marchan a pedir una seguridad a la que, por supuesto, todos tenemos derecho, pero se trata de multitudes que sólo han advertido el primer momento de la dialéctica de la violencia, la violencia de ida. En esos planteos, todavía, el peligro es el Otro y la multitud misma es la que se despierta en la casa de Leonardo: los ruidos, la peligrosidad, el monstruo, es el Otro, está afuera, y no podría ser de otro modo: ¡le tememos! Un claro signo de la implantación de este discurso, es que cuando vemos a un policía cerca, mal que nos pese, nos sentimos seguros.

2. La pulsión escópica.
Una ventana es un ojo. Ya estamos advertidos por Hitchcock de que el modo más efectivo de producir un efecto inquietante en el público está en sugerir el peligro y no en efectivamente mostrarlo. El argumento descansa en que lo que imaginamos es siempre más terrible que lo que vemos. Los cuentos de Lovecraft se sirven del mismo recurso; se nos aparecen garras, dientes, partes del monstruo, pero nunca el monstruo completo. En las buenas películas que exploran el género del terror, el monstruo no podría aparecer antes de la mitad de la película. Es necesario que lo imaginemos, que pongamos nuestra fantasía en juego y corroboremos, una vez más, que siempre somos más peligrosos en nuestros fantasmas.
Foucault, en su célebre trabajo, nos mostró como Bentham utilizó el mismo recurso con fines menos literarios. Encontró que la peligrosidad del ojo ajeno también podría ser empleado penitenciariamente. El modelo del panóptico según el cual se diseñan las prisiones desde 1850 a la fecha, implica un único puesto de vigilancia, desde el cual todo el pabellón podría ser observado. ¡Economía, economía! Que hasta es posible que el vigilante haya ido por unos mates, ¡que el dispositivo del ojo funciona solo!
Para encontrar los orígenes de la predominancia del ojo en Occidente, es necesario volver a los griegos, pero no iremos por allí. Que nos baste con saber que la vergüenza que tanto depende de lo visual, era la que hacía que un héroe haga lo que tenía que hacer en la batalla, para ser mirado por toda la eternidad.
Los directores de El hombre de al lado, ensayan desde hace tiempo con esta función de lo escópico, tan vieja como los griegos. Pero lo buscan de un modo novedoso, porque el lente de la cámara pareciera presentificar el ojo mismo de la historia. Y efectivamente, deben divertirse muchísimo, siempre tan intrigados por sondear la estupidez humana, ¡que basta con encender una cámara para ver hasta dónde llega un presidente!
Una ventana es un ojo, entonces, y como tal, es una amenaza. Pero no precisamente por lo fáctico del Otro, sino por las posibilidades que nosotros vemos en él. Es tal nuestra agresividad, que basta un pequeño agujero para que se nos presenten por allí los peores fantasmas. Una ventana hace que nuestras peores fantasías se puedan realizar. Y, esta película, explora todo esto de un modo exquisito.

3. Violencia de vuelta.
Está lo Otro, entonces. Leonardo (y nosotros con él) lo mira a escondidas, lo espía, de a ratos se fascina, intenta clasificarlo, comprenderlo, calcularlo, medir hasta dónde llega y, evidentemente, no hay filantropía en todo esto; ya se sabe, que si el gato quiere saber algo del ratón, es sólo a los fines de comérselo. Hasta acá el primer tiempo, pero ojo, que la cosa sigue.
Los golpes de martillo son ruidosos, es cierto. Pero, poco a poco, en pequeñas cucharadas más silenciosas, vamos a tener que tragar otra violencia más sutil. Después de todo, debimos sospecharla cuando escuchamos aquella frase primera de Leonardo: “Qué país feo éste”. Lentamente, pero a paso firme, se abre paso en nosotros, propietarios de esa casa, una sensación aún más inquietante que la cara de Víctor.
Breve aclaración: en este punto, nos podríamos extraviar en la posición neurótica de Leonardo, en su necesidad de sostener su palabra en la de otros, en su inconsistencia evidente o en su cobardía frente a su propio argumento; podría ser, pero no iremos por allí. Si se tratara de esto, no sería una película valiosa. Si el asesino es asesino porque de chico lo maltrataron, si la trama se resuelve por una motivación psicológica no vale la pena. Sigamos.
No hay una sola escena en la que Leonardo ande bien. Siempre está, por decir así, fuera de foco. No sólo tiene que apelar a todos sus otros, desde al abogado hasta el suegro para plantarse en el lugar que desea. Poco a poco, asoma algo aún más terrible. El trato con su mujer es patético; el modo en que trata a sus alumnos podría figurar en algún manual de torturas; ¡ni siquiera puede tener un gesto propicio cuando de seducir a una muchacha se trata!
(Primera nota al paso: capítulo aparte merece la mujer de Leonardo, todavía peor; tan peor que pareciera disfrutar cuando regala ropa vieja, gozando sarcásticamente de la diferencia de clases)
El tono y las palabras que dirige al albañil y al tío de Víctor cuando éste no está presente, están cargadas de hostilidad y cobardía. La escena en la que habla con su hija podría haber sido tomada de “La naranja mecánica” y no hubiera sorprendido a nadie. Es de tal violencia, de tal anticipación burda, de tal arrasamiento subjetivo, que entendemos claramente porqué esa muchachita parece autista con sus padres. (Segunda nota al paso: con Víctor y Elba el trato no parece ser el mismo.)
Entonces, lo que se nos aparece, es algo aún peor que lo Otro que habíamos advertido en el principio. Por lo menos, a ese Otro aquel creíamos poder ponerlo a distancia; suponíamos que con una medianera de por medio y cerrando las puertas con doble llave podíamos soñar con dormir tranquilos. Pero este Otro es aún más amenazante, más oscuro y no hay ladrillo, barrio privado, ni alarma que nos libre de él. Está de la puerta de calle para adentro. La violencia de vuelta disimulada. Una petición de principio sugería que un profesional exitoso, con una familia tipo, habiendo realizado el sueño como Occidente lo espera, viviendo en una casa como la nuestra, no podría ser violento. La violencia la habíamos supuesto en ese Otro sin cultivar, sin estudios, rudo y sin modales. Peripecia le decía Aristóteles, lo que parecía que era sólo de ida, nos encuentra, con sorpresa, ahora de vuelta.

4. La escala humana.
Leonardo sabe del cuerpo humano para diseñar lo que diseña. Está atento a las medidas más ergonómicas posibles, sabe de proporciones, de pesos. Tiene en cuenta a qué altura debe estar el respaldo de una silla para que nuestra espalda no la padezca; sabe cómo debe estar distribuido el volumen para que sea apetecible por la mirada; sabe del peso del cuerpo humano para que el sillón que diseña no pierda el equilibrio. Leonardo, de la escala humana, sabe.
A su modo, Víctor también es diseñador. Aunque no disponga de tanto conocimiento fino, aunque le intrigue más la temperatura del mate criollo que las modas europeas o que sus obras artísticas no puedan calificarse de sutilezas, Víctor también se ocupa de lo humano. Es más, sabe tratar situaciones en las que Leonardo fracasa. Parece entender lo que le gusta a una mujer y no demora en seducirla; divierte inquietantemente (mientras no sepamos cómo la película termina) a la hija de Leonardo; sabe hacer con cuidacoches, limpiavidrios y otros símbolos del horror del mercado. Víctor sabe de Latinoamérica. Y, más aún, condimenta el jabalí con aceite, pimienta y mucho, mucho ajo. Basta apenas con calibrar el contraste con Leonardo, cuando pinta, con fino pincel, sutilmente el pollo. Víctor sabe de lo más vital, aunque sus gestos sean rústicos y malos sus modales.
Al mismo tiempo, sabemos que Le Corbusier, en función de algunos principios y de ciertos avances tecnológicos es quien transforma la arquitectura de su época. La belleza y la funcionalidad de su obra se inspiran en la racionalidad. Desde allí, Le Corbusier se esmera en que las proporciones y formas de sus construcciones encuentren una buena relación con la naturaleza, llevando cierta naturalidad a la vivienda y una escala humana al paisaje. Se esmera en integrar el aprovechamiento de la luz con la funcionalidad de la vida cotidiana. Que la historia de El hombre de al lado tenga lugar en la única casa que Le Corbusier realizó en Latinoamérica es un modo ingenioso de situar el conflicto en un lugar de máxima racionalidad, como si la tensión entre Víctor y Leonardo fuera acentuada por la atmósfera de la casa aquella.
Y es francamente impresionante, que toda la sutileza de Leonardo, enmarcada en toda la racionalidad de la Casa Curuchet no lo lleven a una valoración apenas más amena de la humanidad de su vecino. Porque, no lo olvidemos, en El hombre de al lado, sólo se trata de unos pocos rayos de luz. ¿Existe algo más necesario y fundamental que el aire, el agua y el sol para esa dimensión humana que insiste en Le Corbusier? ¿Hay algo menos humano que privar a su vecino de la luz que a él le sobra? ¿No sería ese el punto de partida de cualquier consideración racional y humana? ¿No vemos pasar uno a uno los argumentos (a su modo, también racionales y fallidos) por los cuales Víctor debería ser privado de ese beneficio?

Llora, Leonardo llora y es lo más humano que le vemos hacer; llora bien. Se dice que la angustia es lo que no engaña y, por un momento, esa angustia es de la buena, de la que se siente cuando lo viejo ya no funciona, pero lo nuevo todavía no amaneció. Creemos que ese llanto podía ser propicio, lúcido. El momento aquél fue la única ocasión en que la cosa podía aspirar a una síntesis mejor. El punto más alto desde el cual Leonardo podría haber advertido (y nosotros con él) que no hay tal brecha entre el yo y el Otro, que Yo soy mi vecino y que la sangre es la de todos. Pero la salida es todavía peor.

5. El final
El final es necesariamente trágico por una sencilla razón: la cultura no ha podido, hasta ahora, superar las tensiones que esta violencia supone, integrándolas en algo conciliador. Cabe preguntarse si la economía de mercado juega a favor o en contra de la distancia con el Otro. Todo pareciera indicar que el consumo compulsivo que el mercado exige, necesita ubicar al Otro en algún lado. Los sillones deliciosos que Leonardo diseña no son para cualquiera. Más aún, pareciera ser que la peligrosidad del Otro es una condición de la globalización. ¡Habrá que poner al monstruo en algún lugar! Latinos, iraquíes, negros, judíos, coreanos o mi vecino, que lo que importa es ir sucesivamente cambiándolo, como se diría, para que la cosa marche. Y que no se nos escape que Víctor también discrimina. Que quede claro que no es tan sencillo escapar a estas coordenadas en las que occidente nos espera y que tampoco Víctor se junta en ese bar porque está lleno de negros. El mercado de hoy supone la exclusión y acentuar la diferencia con el Otro pareciera ser una condición necesaria de su funcionamiento. Todo esto es cierto, pero no es lo esencial del fin.
El final es terrible, a mi entender, por otra razón. Si nos quedaba alguna duda respecto de la violencia potencial o efectiva, la última escena nos la aclarará. Víctor arriesga la vida por su vecino con la misma violencia sugerida a la que nos tiene acostumbrados. De hecho, amenaza con disparar, dispara al aire, y es herido, por la espalda, por un muchacho que está ahí en aras de que entendamos que la violencia que engendra el sistema, tarde o temprano, retorna sobre todos. Pocos símbolos de la globalización más logrados que la camiseta con el nombre de Messi, en la espalda de un muchacho que no es de ese barrio. (¡El fútbol y las loterías permiten soñar con comprar aquellos sillones!)
Víctor respira trabajosamente sentado en el piso, agoniza, y lo que sigue es el horror de ese llamado que no llega, al tiempo que entendemos por qué ese llamado no llega. La violencia, esta vez, se concreta definitivamente en esa omisión.
Creo ver que, si la película nos golpea, si estalla en tu ojo y el mío, es porque en la muerte anónima de nuestra globalización, frente al holocausto diario que ignoramos, frente al hambre y la pobreza a la que parecemos acostumbrados, frente a la violencia con la que el sistema del que somos parte se deshace de su Otro, la película nos muestra, que nosotros, querido lector, tampoco hacemos ese llamado.
Me gustaría seguir escribiendo, pero tengo que interrumpir; no recuerdo si cerré bien la puerta de calle.