miércoles, 17 de junio de 2009

Literarias: Dos bocados

Era una de esas tardes frías de julio, donde el sol falla una y otra vez en esparcir su luz tibia y calentar los cuerpos. El auto se movía rápidamente sobre la ruta, dejando atrás un vuelo de árboles tristes, y las líneas blancas que marcaban el centro del camino se escapaban como abejas asustadas.
Dentro, el niño mayor apenas canturreaba y el menor pegaba su nariz al vidrio, más ocupado en juguetear con el vapor alrededor de su rostro que en apreciar el paisaje.
El hombre oía sin interés los sonidos lejanos de la radio encendida, palabras incomprensibles y ajenas.
Las imágenes volvían y hacían eco en sus sienes, mientras su esposa –muy lejos de todo aquello- se entretenía con una revista de modas. Ése día él había llegado a la oficina como siempre, había saludado a todos, se había servido un café amargo, y se había acomodado en su escritorio, frente a los papeles y la computadora. Las mañanas eran últimamente, largos tramos de aburrimiento y escenas previstas. El hedor del tiempo que transcurre sin sorpresas empezaba a meterse en sus horas.
El sol caía con prisa, anunciando una noche sin grillos y una niebla azulina sobre la luna.
El silencio abrazaba las cosas y los sonidos, ahogando los restos de música en la radio y apretando las gargantas con indiferencia.
Todo empeoró cuando el auto se detuvo y no volvió a marchar.
La mujer despertó sobresaltada y pidió al marido intentarlo de nuevo. Los niños reían, alejados de la preocupación, divagando en juegos absurdos, brillando sus ojos con una luz desconocida.
Quedaron a oscuras, sin radio, sin palabras, sin movimiento. El hombre intentó ver qué sucedía, revisó una y otra vez el motor aún tibio. Nada explicaba aquello. El camino parecía vacío, como si la noche fuera un agujero de nada hundiendo a los desprevenidos.
El hombre sentía la presión en su cabeza y no hallaba las aspirinas.
La mujer comenzó a sollozar, rogando por algún automovilista despreocupado, alguna linterna encendida, algún atisbo de presencia humana. Sólo quería volver a su casa. Desde que habían nacido sus hijos, el hogar era su única preocupación. Se movía con eficacia y comodidad entre las paredes, bien decoradas, y los muebles de las habitaciones, convirtiendo ese espacio en el único posible, el único pensable, el único seguro. Atrás había dejado al canto, los años de clases, los ejercicios respiratorios y las arias italianas, como fotos olvidadas con polvillo de tiempo malgastado y bordes humedecidos, con perfume a viejo, a museo de antigüedades. Ahora no tenía más deseos que ser una buena esposa y una buena madre, sobre todo el bien para sus hijos.
Los niños reían ruidosamente, y cantaban alguna canción extraña de palabras irreconocibles.
¿Chicos, qué cantan? ¿pueden hacer silencio de una vez?
Las vocecitas crecían imperceptiblemente, como violines sin dueño que subían y ceñían los oídos, se mezclaban con risitas y espamos entrecortados.
¡Cállense!
Casi como bocinas y ladridos, mezcla de sonidos confusos, las vocecitas continuaban, irremediablemente, el camino hacia el dolor en los oídos.
Los ojos del hombre desorbitados. Los de la mujer, con espanto.
Resonaban, inteligibles, las palabras de un mensaje enigmático, de letras sin sentido.
Resonaban hirientes y desencajados los sonidos agudos, las pequeñas bocas abriéndose desesperadas y aumentando increíblemente, hasta superar el tamaño de sus cabezas.
Lenguas negras, saliva espesa, dientes afilados.
Un bocado.
Dos bocados.
El silencio atrapó la ruta, el auto. Los cuerpos adultos, inertes.
Sólo cayeron como ecos unos extraños sonidos, palabras indescifrables.
Unos raros sonidos, ínfimos, pequeños, inofensivos.


Carolina Bugnone 16/8/01.

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