Caminó sin prisa, casi con demora, hasta la entrada del edificio. Completó el conocido recorrido de pasillos, llaves, ascensor, y entró como se entra al lugar que alberga con ajenidad. Allí se dejó caer sobre el sillón, estirándose, destilando cansancio, incertidumbre. Por aquellos días agitados su cabeza tropezaba una y otra vez con los mismos escollos.
El sueño se había resistido a su cuerpo en las últimas semanas, y la noche era una ruta que lo llevaba hacia el lugar donde los pensamientos se vuelven oscuros. La traición de un amigo, una estafa que no sólo dolía en los bolsillos. No podía, en los dos últimos meses, recuperarse de semejante golpe. Habían proyectado juntos montar ese negocio, entre mates y cervezas y fines de semana compartidos. Él, un treintañero con rumbos laborales fluctuantes, una familia con más inestabilidades que compañías, un apasionado gusto por la literatura, unos bellos ojos y una novia olvidada.
El proyecto había comenzado como el fin a tanta oscilación, y había sido finalmente una pieza más del mismo juego. Pero quién quiere salirse del juego cuando el juego es lo único que se tiene.
Pablo no sabía jugar de otra manera, y eso lo agotaba.
Desplomado en el sillón, miraba sin ver la seguidilla de programas en la televisión, nublado tras el zapping. El sueño lo tomó despacio, como un vaho espeso metiéndose por los poros. La fila de pensamientos se volvió sueño, y el sueño lo puso en otro lugar.
Una plaza, una brisa con sol, un cigarrillo, unos chicos jugueteando, una madre mirando, un auto negro, tres hombres. Una música triste.
La noche transcurrió extrañamente tranquila, el televisor quedó agonizando una película vieja, la luz del baño encendida. Y él, por primera vez en mucho tiempo, hundido en el descanso.
Lucía se sentó en la falda de su mamá y le pidió por quinta vez que le cante esa canción. Sus cuatro años brillaban en su mirada y en los rizos danzantes sobre la frente, desprolijos, desenfadados. La voz de la mamá zigzagueaba y recorría los ojitos vivaces, acostumbrada a responder a los pedidos mimosos de Lucía. Franco, que cargaba sólo con dos años en su cuerpito movedizo, pedía también canciones, upa, juguetes, comida, miradas… infinitamente. La mamá les hablaba, les cantaba, organizaba y reorganizaba sus rutinas. Cuando se quedaba sola, lloraba. Su tristeza no empañaba la belleza de sus hijos, la belleza que sólo los ojos de una madre colocan sobre lo que miran.
Lucía la vio sollozar, escudriñando con pupilas de asombro, pero no dijo nada. Suspiró y apretó al osito que sostenía esa parte de la infancia que los juguetes saben sostener, y se metió en su pieza. Se quedó un rato mirando la luz suspendida, canturreó una canción del jardín de infantes, y se durmió.
Una plaza, una brisa con sol, un hombre con un cigarrillo, ella jugueteando con su hermano, su mamá mirando, un auto negro, tres hombres. Una música triste.
La lámpara tenue encendida sobre su cabecita, la respiración profunda del sueño. Afuera, el frío y la noche.
Se metió en la ducha ansiosa por entrar al lugar donde se lavan las lágrimas, donde se agolpan, se multiplican, se mezclan con el jabón y desaparecen indiferentes en la bañera. La ducha era el mejor sitio, el único, para ahogarse en la angustia implacable que la perseguía, para dejarse llevar por esa marea y deslizarse entre los sollozos como un hada que perdió la magia.
María presentía el final, la peor de las ausencias, que es cuando una presencia se destiñe. La de ese hombre.
Él había sido para ella el encuentro con lo absoluto, con la belleza de las cosas a través de su mirada, con el hechizo de sus palabras. Él la había salvado del desierto de unos días gastados y malgastados de trabajos grises y monótonos, de un vientre agrietado y triste por la pérdida, de un pasado difícil y difícilmente olvidable.
Él había aparecido como aparecen las cosas que no se esperan, sin pretensiones, sin intenciones, apenas visible entre la gente del ascensor. El ritmo cotidiano de subidas y bajadas, llaves y consorcio los había cruzado, enlazando la tristeza de ella al desparpajo de él, la dulce y pálida mirada de ella a los ojos punzantes de él.
Habían bastado un par de encuentros con excusas banales para que el deseo los anudara, como un prestigitador fuera del tiempo, tejiéndoles un encuentro.
María lavaba sus lágrimas ahora sin apuro, quedándose en la humedad del agua, en el frío de la salida, en el abrigo improvisado de la toalla.
Cada movimiento, lento, la conducía temblorosa, hasta la cama.
Apenas vestida, apenas despierta, apenas conciente, tomó el frasco de pastillas y las ingirió una a una, sin retorno.
Los párpados quedaron apretados, su cuerpo tendido irremediablemente como un animal malherido. Las imágenes se le mezclaban con el sueño.
Una plaza, una brisa con sol, Pablo con un cigarrillo, unos chicos jugueteando, una madre mirando, un auto negro, tres hombres. Una música triste.
En el pasillo, un murmullo, una puerta, unos hombres que bajaban por la escalera oscura.
Era un día raramente luminoso, con una luz que insistía en meterse por todos lados, lastimando las pupilas, cegando al que se atreviera a mirarla sin reparos.
La gente se iba retirando callada, dejando flores blancas y dulzonas, mirando el pasto. Los tres hombres terminaron de ocultar el cajón bajo una tierra húmeda y lejana.
A pocos metros, una pequeña plaza con jueguitos despintados recibía a unos chicos que correteaban. La pequeña niña se hamacaba con fuerza y llamaba entre risas a su hermano, bajo la mirada tranquila de su mamá.
En la esquina, el hombre de ojos intensos fumaba, quieto, solo, callado. El coche fúnebre se alejó en silencio.
Se deshacía a lo lejos una música triste.
Carolina Bugnone 2007.
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