sábado, 13 de junio de 2009

Literarias: Etcétera

Raúl se sentó con desgano, agotado por el fastidioso lunes y el más fastidioso trabajo, y dejó que el cansancio lo envolviera como si fuera la última vez.
Eran las doce menos cuarto, y Mónica ya dormía.
Clic, encendió el velador del living, y clic en su conciencia. Respiró profundo y tomó valor para leer otra vez la carta.
La sacó del cajón cerrado, y antes de abrirla se levantó y fue hasta la cocina a prepararse un café, o quizá a tomarse una tregua y ahorrarse varias lágrimas.
Las letras en tinta negra ponían en evidencia a una Lita más serena, tal vez más cansada, pero aún viva, hermosa. Sus típicas ironías, agresivas, sus adjetivos raros, su perfecta ortografía y su obsesión por los recuerdos del pasado que los unía. Por eso el miedo, pensó. Bah, por el pasado, por el presente, vaya uno a saber, terminó diciéndose, y reprochándose ese autoanálisis que justificaba a medias su tristeza, y la rara sensación de no haber vivido estos últimos diez años.
Un pasado lleno de tardes de sol y Lita. Lita de sol y Raúl demasiado tarde. Días de estudiantes eufóricos, cafés y reuniones interminables, colectivos llenos, muchos libros de la biblioteca, guitarreadas a la noche con mate, piel y besos de esa mujer.
Tardes de “infames construcciones poéticas”, como le gustaba decir a ella de sus propias producciones, lágrimas que transportaban el alma y una mirada que superaba cualquier cosa. Líneas, versos, fantasmas, inhibiciones. Filosofía sobre la guerra, el amor, la política y las cosas que se pierden.
Después vino lo inesperado, el dejarse llevar y no poder darse cuenta de nada, el permitir encandilarse por otros ojos, bellos sin duda, pero nunca como los de ella.
“Llego el viernes”, decía el final de la carta. Tres días y muchas ganas.
Las letras dibujadas con cuidado sobre el papel carta mostraban a una Lita surcada por el transcurrir de los años, inevitable y mezquino.
Pero había algo en esa mujer que escapaba al tiempo.

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Mónica miró al despertador como si no le creyera que eran las seis menos cuarto y había que empezar el día. Después de cinco cortos minutos de sábanas tibias, puso un pie sobre el piso frío y presintió que tendría que abrigarse. Raúl dormía. Siempre se levantaba con ella, pero por alguna razón hoy seguía en la cama y prefirió no despertarlo.
Hacía tiempo que sentía cierta culpa por el derrumbe lento pero seguro de su matrimonio. Muchas excusas, gran enamoramiento al principio y luego, poco a poco, las grietas que crecían como musgos sobre lo que quedaba de sus horas de tranquilidad.
Sin duda, el egoísmo de él era un muro de difícil acceso, ¿pero qué había puesto ella para atravesarlo? Más que una barrera, la incomunicación se había hecho una costumbre, un rito inviolable. El aburrimiento en la sangre, en la mirada, en las caricias automáticas, en las neuronas atareadas. Y en la paz que, por accidente o casualidad, a veces conseguían.
Se miró al espejo. Sin querer voló sobre su mente aquella mañana de octubre, un poco fresca, en que entraba con miedos y expectativas a la universidad, cargada de libros y esperanzas. Afuera, un grupo de estudiantes, él, modestamente atractivo, lejano, pensativo. Lo había mirado un poco, con mentiroso disimulo, asegurándose de que la siguiera con su mirada. Desafiando con sus encantos a esa otra mujer, a su lado, que le hablaba a él de cualquier cosa para distraerlo. Pero él no había podido sacarle los ojos de encima, cegado por el encuentro con su innombrable belleza.
“No hay bien que dure cien años” pensó Mónica con tristeza, mientras una lágrima se mezclaba con el agua dulzona del café.

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El colectivo la dejó a una cuadra de la terminal.
Un viento demasiado frío de un viernes demasiado lento jugueteaba con su pelo suelto y rojizo, obstinado en revelarle algunas canas.
Subió al ómnibus, se ubicó del lado de la ventanilla y sacó de la cartera su eterno Borges. Había releído mil veces La Rosa Profunda. Lo dejó suavemente sobre su regazo, acunando quizá algunas palabras que hacía suyas.
Se recostó cómodamente y cerró por un momento los ojos.
“Y sigo con mis infames construcciones poéticas, sólo que ahora son más poéticas y menos infames, y te aclaro que no sé si eso es bueno”, recordó. Había sido una carta difícil. Saltear el tiempo, “qué ganas de arriesgarse”. Siempre existía la inseguridad, que Raúl hubiera cambiado, que por alguna razón no quisiera recordar. Y, así y todo, caminando sobre las dudas, se había atrevido a volcar en un papel blanco todo eso que hacía tiempo daba vueltas en su cabeza y no la dejaba dormir, y la obligaba a escribir nostalgias de su historia, la de ella, la de él. Entonces, una tardecita se había decidido, se había sentado en el escritorio de su departamento y había dejado que las palabras fluyeran sobre la hoja como si ese torrente viniera desde cada una de sus células.
“Una vida activa, como siempre”, había escrito, y se había burlado de su propia sinceridad. Mucho trabajo, profesorado, publicaciones, periodismo, y una tremenda soledad. No desconocía su temperamento fuerte, ni tampoco que más de una vez le había jugado alguna trampa. Pero sobre todo conservaba esa ilusión casi adolescente de que había, allí, en algún lugar, una persona especial a la que estaba destinada. Digamos, a la que había estado destinada hasta que el destino cambió sus planes.
Raúl y el brillo de sus ojos filosos no se habían alejado nunca de ella. Hubo hombres, hubo abrazos, hubo vida y eso no se cuestionaba. Desde que él no estaba, se habían acentuado las arrugas y las canas, que no eran más que la forma exterior de su tristeza.
Una frenada inesperada la sacó de su ensimismamiento.
Llegaba a Buenos Aires de invierno, pleno julio. Respiró hondo sin cansancio, tomó los bolsos y empezó a caminar entre la gente eternamente apresurada. Revuelo en Retiro y miedos en su sangre.
Caminó, muerta de frío y viva de alma, canturreando bajito alguna canción vieja y desapareciendo entre los bocinazos y la indiferencia.

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Raúl camina solo y despacio, llega al bar de siempre, entra, se sienta cerca de la ventana. Y espera. El corazón galopa desbocado y su frente se arruga cuando la ve entrar.
Lita se sienta frente a él, y sus ojos no dejan de recorrer su rostro, como si la luz de ese hombre la encandilara.
Raúl habla, se saludan, se dicen cosas banales, comentan sobre el clima y las demoras de los colectivos.
Ella está hermosamente desgastada, piensa él.
Él no parece el mismo, piensa ella.
Las palabras sobrevuelan como luciérnagas que viajan sin dirección.
Él nunca contó de qué hablaron, ella jamás escribió sobre ese encuentro.
Fue la última vez que se vieron.

Carolina Bugnone. agosto 1990, octubre 2003.

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